De feliz concepción etimológica, este ponderado neologismo no interpreta en la realidad la bondad que traducen sus raíces griegas y latinas.
Quienes se enteran, sin conocer antecedentes, del trámite en el Congreso de Colombia de una ley que propone la permanencia en el cargo de los trabajadores que hayan cumplido tres años en provisionalidad, pueden dar por válidas las objeciones que invocadas en nombre del sentido de justicia arremeten contra la norma en ciernes. Piden aquéllos coros que los provisionales se sometan a concurso con todo tipo de aspirantes. Pero resulta que provisionalidad en este país puede significar una vinculación tan larga como para acariciar el derecho a una pensión, y una expectativa de tal naturaleza no puede desaparecerse de un plumazo. Un vínculo de tantos años hace concebir con toda razón al empleado una estabilidad que no puede de forma antojadiza suprimirse. Es además una concepción de igualdad mal entendida, porque nunca será igual de equitativa la evaluación de un trabajador que viene desempeñando sus funciones, que la de un aspirante que apenas se conoce. Es real el conocimiento de aquél, el de éste apenas se presume. Y si deficiente ha sido el desempeño del trabajador provisional, que sin mayor dilación ceda su puesto al aspirante que puede superarlo.
La percepción de quienes no somos parte comprometida –porque no esperemos beneficio alguno de la aprobación o del naufragio de la ley- es que la idea de la meritocracia que nos quieren vender es una farsa, más cuando somos testigos del drama de los provisionales. Como farsa es un proceso de habilitación y acreditación de las instituciones de salud -que por estos tiempos se adelanta- a juzgar por los exámenes que han presentado sus trabajadores. Examen desconectado por completo de su actividad asistencial, pero profundo en el conocimiento de normas y ‘leguleyadas’. Preocupante que así se habiliten o acrediten instituciones que en un momento dado no cuentan con un acetaminofén ni una aspirina. Vaya seguridad la que dan las autoridades de salud a la ciudadanía.
Si nuestra meritocracia en justicia real se tradujera, los buenos trabajadores provisionales que hoy sirven a las instituciones públicas podrían asegurar su estabilidad con el concurso. Preveo que no será así y que serán desplazados por los suertudos que siempre hay en los exámenes. Por eso apoyo la ley que se tramita.
Los exámenes suelen ser un maquillaje que no retrata la realidad del aspirante. Pruebas fundadas en conocimientos teóricos que no reflejan el ejercicio cotidiano del cargo que debe desempeñar el evaluado. Reside su valor tan sólo en la medición de todos los aspirantes con la misma vara, para dar a la prueba un aura de igualdad y de justicia. ¿Pero de qué vale el conocimiento minucioso de una técnica quirúrgica –nota sobresaliente en un examen- si no se pueden reconocer en plena cirugía los tejidos del paciente que se está operando? Peor aún, ¿de qué sirve a un paciente, que quien deba practicarle una intervención quirúrgica conozca o ignore las particularidades del Fondo de Solidaridad y Garantía del Sistema General de Seguridad Social? Una evaluación idónea requiere más que un cuestionario: una prueba práctica que demuestre la capacidad del candidato. No debiéramos confiar jamás en pruebas tan superfluas, la verdadera evaluación debe llevarse a cabo en el mismo entorno laboral. A cambio de exámenes de selección ambiguos podría pensarse en periodos de prueba en las instituciones para valorar el desempeño.
Luis María Murillo Sarmiento
Médico Ginecólogo
Quienes se enteran, sin conocer antecedentes, del trámite en el Congreso de Colombia de una ley que propone la permanencia en el cargo de los trabajadores que hayan cumplido tres años en provisionalidad, pueden dar por válidas las objeciones que invocadas en nombre del sentido de justicia arremeten contra la norma en ciernes. Piden aquéllos coros que los provisionales se sometan a concurso con todo tipo de aspirantes. Pero resulta que provisionalidad en este país puede significar una vinculación tan larga como para acariciar el derecho a una pensión, y una expectativa de tal naturaleza no puede desaparecerse de un plumazo. Un vínculo de tantos años hace concebir con toda razón al empleado una estabilidad que no puede de forma antojadiza suprimirse. Es además una concepción de igualdad mal entendida, porque nunca será igual de equitativa la evaluación de un trabajador que viene desempeñando sus funciones, que la de un aspirante que apenas se conoce. Es real el conocimiento de aquél, el de éste apenas se presume. Y si deficiente ha sido el desempeño del trabajador provisional, que sin mayor dilación ceda su puesto al aspirante que puede superarlo.
La percepción de quienes no somos parte comprometida –porque no esperemos beneficio alguno de la aprobación o del naufragio de la ley- es que la idea de la meritocracia que nos quieren vender es una farsa, más cuando somos testigos del drama de los provisionales. Como farsa es un proceso de habilitación y acreditación de las instituciones de salud -que por estos tiempos se adelanta- a juzgar por los exámenes que han presentado sus trabajadores. Examen desconectado por completo de su actividad asistencial, pero profundo en el conocimiento de normas y ‘leguleyadas’. Preocupante que así se habiliten o acrediten instituciones que en un momento dado no cuentan con un acetaminofén ni una aspirina. Vaya seguridad la que dan las autoridades de salud a la ciudadanía.
Si nuestra meritocracia en justicia real se tradujera, los buenos trabajadores provisionales que hoy sirven a las instituciones públicas podrían asegurar su estabilidad con el concurso. Preveo que no será así y que serán desplazados por los suertudos que siempre hay en los exámenes. Por eso apoyo la ley que se tramita.
Los exámenes suelen ser un maquillaje que no retrata la realidad del aspirante. Pruebas fundadas en conocimientos teóricos que no reflejan el ejercicio cotidiano del cargo que debe desempeñar el evaluado. Reside su valor tan sólo en la medición de todos los aspirantes con la misma vara, para dar a la prueba un aura de igualdad y de justicia. ¿Pero de qué vale el conocimiento minucioso de una técnica quirúrgica –nota sobresaliente en un examen- si no se pueden reconocer en plena cirugía los tejidos del paciente que se está operando? Peor aún, ¿de qué sirve a un paciente, que quien deba practicarle una intervención quirúrgica conozca o ignore las particularidades del Fondo de Solidaridad y Garantía del Sistema General de Seguridad Social? Una evaluación idónea requiere más que un cuestionario: una prueba práctica que demuestre la capacidad del candidato. No debiéramos confiar jamás en pruebas tan superfluas, la verdadera evaluación debe llevarse a cabo en el mismo entorno laboral. A cambio de exámenes de selección ambiguos podría pensarse en periodos de prueba en las instituciones para valorar el desempeño.
Luis María Murillo Sarmiento
Médico Ginecólogo
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