viernes, 24 de septiembre de 2010

LA MUERTE DE ‘JOJOY’, UNA MUERTE NECESARIA

Los criminales no son indestructibles. La arrogancia y la crueldad del segundo cabecilla de las Farc por fin han terminado. Y su abatimiento, como respuesta aleccionadora, llega en el momento en que las Farc desafiaban al nuevo gobierno con el asesinato en pocos días de casi medio centenar de uniformados de la Fuerza Pública. Ya no podemos albergar dudas los colombianos de la exitosa continuación de la Seguridad Democrática.

¿Y puede celebrarse una muerte sin que riña con principios altruistas? Sin lugar a dudas. Y los casos de ‘Raúl Reyes’ y del ‘Mono Jojoy’ son ilustrativos. Porque no se trata de regocijarse con el sufrimiento que esa desaparición pueda haber causado a un ser humano. No siento alborozo por el dolor que haya sentido al morir el jefe guerrillero -ojalá no haya sufrido-, siento complacencia, sí, porque su muerte significa el fin de sus acciones terroristas.

La tergiversación del motivo del júbilo nos traslada del acto explicable a la acción despiadada y vengativa. Si bien este enfoque no cambia los acontecimientos, si altera el enfoque moral que los sustenta. Aspecto que, sin embargo, poco suele preocupar al ser humano. Lo deduzco de la frecuencia con que los ciudadanos al exigir justicia claman realmente venganza, utilizando la ley como instrumentos de revancha.

El objetivo al perseguir a un delincuente no es martirizarlo con ánimo vengativo, sino poner a la sociedad a salvo de su asedio. Aislarlo, rehabilitarlo y reincorpóralo. En el peor de los casos, y paradójicamente, aniquilarlo. Situación extrema a la que debe recurrirse ante criminales irrecuperables, francamente sicopáticos, difícilmente controlables por la sociedad. Tal el caso del hoy dado de baja, y de muchos otros cuyo abatimiento también hemos celebrado, como Pablo Escobar, Rodríguez Gacha o ‘Raúl Reyes’.

La sociedad, tiene a mi parecer el derecho, diría aún más, la obligación, de deshacerse de los miembros que más graves perturbaciones le proporcionan.

La operación “Sodoma” además del júbilo que causa, nos corrobora que el Estado siempre tiene recursos para someter al delincuente. Los males de Colombia: guerrilla, narcotráfico y corrupción son dolencias derivadas de la falta de autoridad. Inexplicablemente el país sólo se atrevió a hacerles sentir el peso de la autoridad a los violentos desde el gobierno de Álvaro Uribe. Y la tarea es larga, compleja y dispendiosa. Baste decir que los colombianos vivimos el horror de organizaciones criminales, que sin apelativos revolucionarios, hacen y deshacen a sus anchas, y que también deben ser aplastadas con la misma determinación con la que ha sido aniquilad el cabecilla de las Farc.

Sembrar el terror entre los criminales es una buena forma de enfrentarlos. Una buena forma de disuadirlos haciéndolos conscientes de sus pequeñas dimensiones.

Luis María Murillo Sarmiento M.D.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

EL NARCOTRÁFICO Y SU ETERNO DILEMA: ¿LEGALIZAR O NO LEGALIZAR?

La pérdida del control de la mente que tan conveniente resulta con fines terapéuticos –el control del dolor, por ejemplo, en una intervención quirúrgica- se convierte en hábito inconcebible cuando resulta de una determinación ociosa.

El permanente dominio de la realidad debería ser el propósito de todo ser dotado de razón. Sin embargo el ser humano en su curiosidad y en sus escapes suele ceder la potestad sobre su propia mente. Y de dominador se vuelve esclavo, subyugado por adicciones que a más de encadenar devastan la psique y la materia.

Y si la decisión tomada en desarrollo de la autodeterminación y el libre albedrío resulta reprobable, no otro calificativo que criminal habrá de darse al consumo inducido por los traficantes de las drogas.

No hay demanda sin oferta postulaba hace dos siglos el economista francés Juan Bautista Say, y aunque la extrema pobreza intelectual de los narcotraficantes hace improbable que hayan tenido contacto con la filosofía del pensador, lo cierto es que han explotado como nadie esa ley de la oferta y la demanda.

El fruto de su diabólico comercio deja, además de millones de adictos devastados, una estela de muerte, de guerras y venganzas. La penalización de ese comercio maldito, juiciosamente establecida, no ha servido para nada. La prohibición ha hecho, por el contrario más próspero el negocio. Cada capo caído tiene un sucesor inevitablemente.

Se burlan los hechos de los dictados de la razón y de la ética. Por ello cuando de legalizar se habla me consterno, pero debo admitir que no siempre lo sublime vence, y que el pragmatismo puede asegurar el éxito donde lo ideal apuntala la derrota. Si el fin puede moralmente en ocasiones justificar los medios, este es justamente el hecho en el que puede hacerse la excepción al universal principio. Si la prohibición del consumo hace inexpugnable al traficante, podríamos pensar que la permisividad puede arruinarlo.

Por años consideré que el comercio y el abuso de las drogas debían penalizarse. El fallo que admitió el consumo, amparado en el libre desarrollo de la personalidad, lo recibí con pena. Pero después de tanto batallar en el campo de los principios y los valores -como médico inmerso en un comité de ética-, hoy pienso que la libertad y la bondad son los principio más trascendentales, y que el individuo es dueño de su propia vida, así existan seres tan necios que dilapidan la existencia en una mísera adicción.

También creí que la batalla sin cuartel contra el narcotráfico terminaría con un parte de victoria, pero los traficantes sobreviven campantes haciendo sentir su poder corruptor y fratricida.

Ante la evidencia me doblego: son más devastadoras las secuelas del comercio ilegal que del consumo. No estoy renunciando a mis principios. Más que castigar a los viciosos hay que acabar con quienes producen y trafican. Y se acabará el comercio cuando todos los estados gratuitamente ofrezcan los venenos a todos los adictos. Rehabilitarlos será, entonces, junto con la prevención, el asunto primordial de sus políticas.

Hasta un perverso deleite me sorprende cuando imagino reducido a nada el valor de tantas toneladas de alcaloide en el instante siguiente en el que todos los gobiernos de la Tierra tomen la trascendental medida. Una quiebra atronadora, una debacle histórica que sumirá a todos los capos en la miseria material –la moral les es innata- y sin poder para sus prácticas diabólicas.

De la praxis necesitan el derecho y la ética para poder triunfar.


Luis María Murillo Sarmiento M.D.