lunes, 23 de marzo de 2020

COVID-19: DE LA ALTIVEZ A LA FRAGILIDAD DE LA ESPECIE


De pronto el hombre que se ha ido forjando la idea de ser todopoderoso se ha sentido frágil. Una enfermedad lo aterroriza. Vuelve a sentir el horror de quienes vivieron las exterminadoras epidemias de la antigüedad. Piensa que de la faz de la tierra puede ser eliminado. La sola idea antes de que llegue el momento supremo lo aniquila.
Noto que la muerte colectiva suele amedrentar más al hombre que la extinción individual. Pareciera causar más pánico morir en un cataclismo que en la intimidad de la propia existencia. Acaso sea la expresión de un instinto colectivo que vela por la supervivencia de la especie. Pero morir es morir, solo o en grupo. Y el hombre, aunque familiarizado, nunca se acostumbra.
Todos los días convivimos con la muerte, fríamente, es un suceso más en nuestra evolución; en un poema afirmaba que puede ser un nuevo amanecer, un nacimiento. ¿Quién puede asegurar que no sea espléndido el mundo por venir?
Ni tan pesimista ni tan optimista advierto el horizonte. Un conocido, aparentemente sano falleció sorpresivamente de un infarto cuando su preocupación era el coronavirus. Igual debió ocurrirles a las más de 155000 personas que diariamente por causas diferentes al covid-19 murieron en el mundo. Aunque no a las más de 2000 que diariamente se suicidan, cuya angustia no da campo para la pandemia.
Cuando de una enfermedad contagiosa digamos que apaga al día más de 155000 existencias en la Tierra podremos afirmar en pretérito y premonitoriamente que el Homo sapiens se extinguió del mundo. Gracias a Dios para la especie, al momento de escribir mi nota 353446 casos y 15410 muertes van en los meses que el covid-19 lleva entre nosotros. Lejos estamos de las 290000 a 650000 muertes respiratorias anuales por influenza de que da cuenta la Organización Mundial de la Salud.   
¿Por qué, entonces, hemos sido tan indiferentes frente a la estremecedora mortalidad de tantas enfermedades de las que en este texto quiero hacer caer en cuenta? No tengo la respuesta, apenas la inquietud.
A la luz de las cifras la alarma por el covid-19, que conduce a pasos acelerados a la recesión económica en el planeta, parece incomprensible. Pero me satisface. Porque nos sobresalta y nos duele cada muerte, porque a diferencia de otras entidades vivimos pendientes de cada nuevo dolor, de cada nueva víctima. Así sea proyectando el dolor de otros en el telón de nuestra propia angustia, nos están preocupando nuestros semejantes. Deseamos -y rogamos los creyentes- que nadie más muera, que nadie más sufra.
Y confío, porque debemos confiar en la ciencia, que la pandemia será derrotada. Este no es el mundo de la peste negra que en el siglo XIV acabó con casi un tercio de la humanidad. Es la alborada de un mileno de luces. Descubrir el vector de aquella tardó hasta finales del siglo XIX, cuando Paul-Louis Simmond demostró que la pulga era el agente trasmisor. Y descubrir la cura demoró más años, hasta 1944, cuando Selman Waskman, Albert Schatz Elizabeth Bugie descubrieron la estreptomicina; hasta 1947, cuando P. R. Burkholder y J. Erlich dieron cuenta en la revista Science de un nuevo antibiótico: la cloromicetina -cloranfenicol-, y hasta 1952, cuando Lloyd H. Conover produjo la tetraciclina.
Hoy con rápidos pasos de gigante, la ciencia se ha hecho de una información sobre el coronavirus en tiempo récord, que en la angustia de la mortalidad de la infección muchos no perciben. Luchamos contra un enemigo nuevo, invisible, pero ya no desconocido; conocemos el comportamiento de la enfermedad; sabemos quienes son vulnerables y podemos protegerlos; ya se hacen ensayos con vacunas. No es el fin del mundo. También se investigan nuevos medicamentos. Ni prepotencia, ni derrota, todo en sus justas dimensiones. El coronavirus no va a acabar con nuestra especie. ¿Con una mortalidad menor al 5% como podría hacerlo?
Sigamos tomando precauciones, actuando con racionalidad y responsabilidad, y reflexionando, porque esta pandemia da para la reflexión. Para que se seamos conscientes de nuestra finitud, para que apreciemos la compañía de nuestros semejantes, para que encontremos la satisfacción en servir, para que seamos humanos en la buena acepción de la palabra.
Qué bueno para los médicos sentir que nos valoran, que no somos solo el objeto de la persecución y la demanda. Qué lección de humildad experimentan con la calamidad los prepotentes. Qué sensación de solidaridad perciben los que sufren.

¡Por fin un suceso a todos en la tierra nos hermana! 

Luis María Murillo Sarmiento MD.