De pronto el hombre que se ha
ido forjando la idea de ser todopoderoso se ha sentido frágil. Una enfermedad
lo aterroriza. Vuelve a sentir el horror de quienes vivieron las exterminadoras
epidemias de la antigüedad. Piensa que de la faz de la tierra puede ser
eliminado. La sola idea antes de que llegue el momento supremo lo aniquila.
Noto que la muerte colectiva suele
amedrentar más al hombre que la extinción individual. Pareciera causar más
pánico morir en un cataclismo que en la intimidad de la propia existencia. Acaso
sea la expresión de un instinto colectivo que vela por la supervivencia de la
especie. Pero morir es morir, solo o en grupo. Y el hombre, aunque familiarizado,
nunca se acostumbra.
Todos los días convivimos con
la muerte, fríamente, es un suceso más en nuestra evolución; en un poema
afirmaba que puede ser un nuevo amanecer, un nacimiento. ¿Quién puede asegurar
que no sea espléndido el mundo por venir?
Ni tan pesimista ni tan
optimista advierto el horizonte. Un conocido, aparentemente sano falleció
sorpresivamente de un infarto cuando su preocupación era el coronavirus. Igual debió
ocurrirles a las más de 155000 personas que diariamente por causas diferentes al
covid-19 murieron en el mundo. Aunque no a las más de 2000 que diariamente se
suicidan, cuya angustia no da campo para la pandemia.
Cuando de una enfermedad
contagiosa digamos que apaga al día más de 155000 existencias en la Tierra podremos
afirmar en pretérito y premonitoriamente que el Homo sapiens se extinguió
del mundo. Gracias a Dios para la especie, al momento de escribir mi nota 353446
casos y 15410 muertes van en los meses que el covid-19 lleva entre nosotros. Lejos
estamos de las 290000 a 650000 muertes respiratorias anuales por influenza de
que da cuenta la Organización Mundial de la Salud.
¿Por qué, entonces, hemos sido
tan indiferentes frente a la estremecedora mortalidad de tantas enfermedades de
las que en este texto quiero hacer caer en cuenta? No tengo la respuesta,
apenas la inquietud.
A la luz de las cifras la
alarma por el covid-19, que conduce a pasos acelerados a la recesión económica
en el planeta, parece incomprensible. Pero me satisface. Porque nos sobresalta
y nos duele cada muerte, porque a diferencia de otras entidades vivimos
pendientes de cada nuevo dolor, de cada nueva víctima. Así sea proyectando el
dolor de otros en el telón de nuestra propia angustia, nos están preocupando
nuestros semejantes. Deseamos -y rogamos los creyentes- que nadie más muera,
que nadie más sufra.
Y confío, porque debemos confiar
en la ciencia, que la pandemia será derrotada. Este no es el mundo de la peste negra
que en el siglo XIV acabó con casi un tercio de la humanidad. Es la alborada de
un mileno de luces. Descubrir el vector de aquella tardó hasta finales del
siglo XIX, cuando Paul-Louis Simmond demostró
que la pulga era el agente trasmisor. Y descubrir la cura demoró más años, hasta
1944, cuando Selman Waskman, Albert Schatz Elizabeth Bugie descubrieron la
estreptomicina; hasta 1947, cuando P. R. Burkholder y J.
Erlich dieron cuenta en la revista Science de un nuevo antibiótico: la
cloromicetina -cloranfenicol-, y hasta 1952, cuando Lloyd H. Conover produjo la
tetraciclina.
Hoy con rápidos pasos de
gigante, la ciencia se ha hecho de una información sobre el coronavirus en
tiempo récord, que en la angustia de la mortalidad de la infección muchos no
perciben. Luchamos contra un enemigo nuevo, invisible, pero ya no desconocido;
conocemos el comportamiento de la enfermedad; sabemos quienes son vulnerables y
podemos protegerlos; ya se hacen ensayos con vacunas. No es el fin del mundo. También
se investigan nuevos medicamentos. Ni prepotencia, ni derrota, todo en sus
justas dimensiones. El coronavirus no va a acabar con nuestra especie. ¿Con una
mortalidad menor al 5% como podría hacerlo?
Sigamos tomando precauciones,
actuando con racionalidad y responsabilidad, y reflexionando, porque esta
pandemia da para la reflexión. Para que se seamos conscientes de nuestra
finitud, para que apreciemos la compañía de nuestros semejantes, para que
encontremos la satisfacción en servir, para que seamos humanos en la buena
acepción de la palabra.
Qué bueno para los médicos
sentir que nos valoran, que no somos solo el objeto de la persecución y la
demanda. Qué lección de humildad experimentan con la calamidad los prepotentes.
Qué sensación de solidaridad perciben los que sufren.
¡Por fin un suceso a todos en la tierra nos hermana!
Luis María Murillo Sarmiento
MD.