La inobjetable perfección de los procesos que mantienen la vida,
independientemente de cualquier sentimiento religioso, bien merece el
calificativo de milagroso como expresión superlativa de la admiración con que
nos sorprende la existencia. Asombrosa a pesar de lo cotidiana. Y nadie más
llamado a dar testimonio del prodigio que el científico que conoce a
profundidad los mecanismos que sustentan la vida.
La contemplación estética como moral de una maravilla generalmente
conduce a la conservación y a la defensa de lo admirado, y a una inhibición que
cohíbe su destrucción. Pero como hay hombres que no alcanzan a ver la vida desde
esta perspectiva, la arrasan sin advertir la gravedad de sus acciones,
aniquilando sin compasión la naturaleza y hasta la vida humana. Las palabras
del Salvador pidiendo perdón para los que no saben lo que hacen, y que cobran
vigencia cuando una influenciadora colombiana causa destrozos en una estación
de Transmilenio convencida, según ella, de que no estaba obrando mal, me llevan
a pensar que los que con vehemencia defienden el aborto no saben lo que hacen.
Desde Adán -que obviamente no fue el primer hombre sobre la tierra,
pero nos ubica en los comienzos de la humanidad- hasta nuestros días, la
historia del hombre es una historia de destrucción y de barbarie, concomitante,
a Dios gracias, con los progresos de la inteligencia, obviamente a cargo de otros
hombres. Pero cuando esperábamos que los progresos de la civilización volvieran
al hombre más humano, en la acepción buena del término, han terminado
imponiendo una cultura de muerte.
La vida, que puede contemplarse como un milagro, también es un estorbo,
que simplemente se elimina. Se elimina en medio de un atraco, se elimina en la
ferocidad del odio de la guerra, se elimina en medio de la rabia, se elimina
por ser un obstáculo para malsanos intereses... se elimina cuando la víctima
incluso no ha nacido. Concebir la extinción es hoy un pensamiento cotidiano,
que ronda en la mente del criminal, como toca la del magistrado o la del médico,
cada cual con su argumento o sus razones, con el eufemismo preciso que sosiega
la idea. Se volvió cotidiano pensar en la muerte como solución, y lo cotidiano,
hábito, al fin y al cabo, adormece lo moral, y se incorpora como costumbre
aceptable a fuerza de la repetición.
Considero que la decisión de la muerte no puede ser otra que la
decisión personal de la víctima, como ocurre en el suicidio. En aras del
exaltado principio de autonomía, una decisión de tal envergadura no puede darse
sin el consentimiento de quien va a ser inmolado. Y en el caso que me ocupa, el
del aborto provocado -que no voy a mimetizar con el de interrupción del
embarazo, y que alguna vez más vergonzosamente disimularon tras la denominaron
de regularización menstrual- no puedo entender quién se arroga el derecho de
ese consentimiento. La madre siempre vela por los derechos del hijo, pero en este
caso actúa como agresora y no como tutora. Su decisión está viciada. Como está
la de todos los que solo desean la muerte del embrión o el feto.
Indudablemente a ese fruto de la gestación se le ocasiona un daño. Y
los argumentos que a su favor se invocan siguen sin satisfacerme. En casi todo
hay un sofismo o una verdad amañada. Lo cierto es que se elimina una vida
humana. Es vida, sin que el más obtuso defensor del aborto puedo negarlo; es
humana porque en su crecimiento y desarrollo no dará lugar sino a un ser igual
al que lo procreó y al que lo alberga en
su vientre. De otra parte, la mujer es dueña de su cuerpo, desde luego, pero el
feto y el embrión son otro cuerpo. Que la mujer no puede soportar el peso de un
embarazo no deseado es cuestionable. Podrá no causarle placer una gestación en
tales condiciones, pero para su fortuna el embarazo apenas dura nueve meses y
no termina en el fallecimiento, contrario a enfermedades crónicas mortales para
las que no hay magistrados ni cortes que corten la condena. Sabe un padre
adoptivo la felicidad que la adopción encierra. Que a quien no le coartaron el
derecho a la vida pueda negar tal privilegio asombra. Y que en defensa de la
‘interrupción del embarazo’ se sacrifique un feto viable aterra. Del feticidio
ya se habla sin rubor ni pena. Se mata dentro de la matriz a un feto casi a
término ante el riesgo de que nazca vivo y adquiera todos los derechos que un
ser humano adquiera al nacimiento. ¿Tal conducta podrá enorgullecer al cuerpo
médico? Y pensar que el artículo 125 del Código Penal afirma: “El que por cualquier medio
causare a un feto daño en el cuerpo o en la salud que perjudique su normal
desarrollo, incurrirá en prisión de treinta y dos (32) a setenta y dos (72)
meses”. Se está llevando a cabo el feticidio sin que yo conozca para los
autores consecuencias.
He ejercido la obstetricia durante cuatro décadas y he encontrado en la
humanidad la solución a la mayoría de los dilemas. Esa sensibilidad que agrega
sentimiento al bien moral esquiva el daño y explora caminos razonables. No
puedo arrepentirme de los casos en que frustré un aborto. Quienes se
arrepintieron luego me compartieron la felicidad con su criatura. Aconsejé
siempre con el convencimiento y la filantropía de un médico enamorado de su
vocación, pero la sentencia que despenalizó el aborto ha condena la disuasión y
el consejo por el médico tratante. Qué desconocimiento de los motivos que a una
mujer la llevan al aborto, qué imperioso deseo de destruir al feto. Ni siquiera
la penalización de la mujer que aborta me preocupa, no está en mis pretensiones
que vayan a la cárcel, conozco la angustia y el dolor que las embarga, pero sé
que en la práctica sin sanción penal se mantendrá la práctica. Mi parecer es,
entonces, que sea sancionado quien lo lleva a cabo, ajeno por completo a la congoja
de quien lo solicita.
El artículo 122 del código penal que penaliza el aborto debe ser sustituido.
No debe ser la mujer, sino quien lo practica el objeto de la sanción estipulada,
igual debe contemplarse el aborto desde la mirada médica y de salud mental, con
énfasis en el apoyo que debe recibir del equipo de salud la mujer solicitante,
sin el amedrentamiento actual, que aleja al médico de todo consejo y toda ayuda
que no conduzca al objetivo indefectible de acabar el embarazo.
Luis María Murillo Sarmiento
MD.