Bajo este título presento mi nuevo libro, que tras un recorrido de la colonia al presente y por algunas regiones de Colombia en pos de la tertulia literaria, se concentra en la historia de una entidad, el Centro Poético Colombiano, que tras una historia de más de 60 años, sigue aportando a la cultura con sus recitales, sus revistas y sus antologías. https://drive.google.com/file/d/1FdGGh1T6e_srGtoHkDLqz5tvoFiLHnyd/view?usp=sharing
domingo, 12 de septiembre de 2021
viernes, 10 de septiembre de 2021
LA CUEVA Y EL GRUPO DE BARRANQILLA ¿UN TEMPLO DE CULTURA?
En
la primera mitad del siglo XX hay una figura que resaltar en la tertulia
barranquillera: el librero catalán Ramón Vinyes y Cluet, nacido en Berga, en
1882. Llegó en 1913 a Colombia huyendo de un gobierno que lo perseguía por
luchar por la independencia de Cataluña. Establecido en Barraquilla, fundó con
otro catalán, Xavier Auqué I. Masdeu, la
Librería R. Viñas & Co., donde conformó una tertulia que se alimentó con
las lecturas de las obras del librero. También fundó la revista Voces,
que circuló entre 1917 y 1920. La librería se incendió en 1923, pero años
después Vinyes fundó la Librería Mundo, con Jorge
Rondón Hederich, en donde desarrolló tras su regreso a Barranquilla, en
1940, una tertulia acreditada con intelectuales de Barranquilla, de la costa y
el país, en torno a la literatura, el periodismo, el cine y la
pintura. También fue
partícipe de otra tertulia, la del Café Colombia, en el centro de la ciudad y
vecina al Mundo, que comenzaba tras cerrarse la librería y reunía contertulios
comunes, como Alfonso, hijo de José Félix Fuenmayor, Gabriel García
Márquez, Álvaro Cepeda Samudio y Germán Vargas. Ramón Vinyes fue muy apreciado
por García Márquez, quien lo llamó “el sabio catalán”. Una exageración, según
Armando Benedetti Jimeno, para quien “Vinyes
no fue un sabio. Sus cuentos y obras teatrales están lejos de merecer elogios
discretos, y hasta su propia crítica literaria se muestra decepcionante”.
Son los anteriores importantes antecedentes
de La Cueva y sus protagonistas, referencia que no faltará cuando de la
tertulia literaria se hable en Barranquilla. Así lo demanda el reconocido
prestigio de sus integrantes. No obstante, siempre albergaré la duda de cuánto
fue cultura y cuánto fue relajo. Quién lo vivió es
quien lo sabe diré parafraseando al Carnaval de Barranquilla. Y hoy tal vez el único que lo sabe es el único sobreviviente del
Grupo, Plinio Apuleyo
Mendoza, quien en alguna entrevista dijo: “Ahí
hablábamos de todo, de literatura, pero también de humor y de mujeres, por
supuesto [...] A veces solo se emborrachaban y hablaban de escopetas, tiros y
esas vainas”.
En la distancia puede percibirse La Cueva
como templo de cultura, pero pudo ser más sitio de trago y diversión de
intelectuales y artistas. Pero más que esto me importan las personalidades y
sus obras, a todas luces sobresalientes, como lo atestigua una notoriedad que
obtuvo el Nobel y trascendió las fronteras de su patria. Valga la pena la
simpática expresión de Jacques Gilard: “El grupo no existió, pero fue importante". Y es que hasta sus integrantes han negado su existencia. Qué
tan grupo y qué tan tertulia fue está por resolverse, y mientras se resuelve su
fama se sigue acrecentando. Lo cierto es que con sus integrantes todo fue
mamagallismo, palabra que por primera vez utilizo en un escrito, pero que tal
vez sea la ideal para describirlos.
José Cervantes Angulo en su escrito Los secretos de La
Cueva cita a
Félix Fuenmayor cuando dice: “Ese no fue un tertuliadero literario ni nada
de esa vaina que se han inventado los cachacos con su prosopopeya
pseudointelectual. La Cueva era una tienda donde se vendían yuca, arroz y
manteca, y después cerveza Águila, cuando Álvaro la surtió. [...] Entonces
surgió aquello de la tertulia, pero no se trataba de tertulias literarias y
artísticas, sino roneras. Allí lo que se consumía era ron en cantidades
alarmantes. [...] Nada de Faulkner, ni Joyce, ni Hemingway. Nada de Bach,
Mozart o Beethoven. Allí lo que sonaba era la rumba, el son cubano, el cha cha
cha (sic), el ritmo tropical, Celia Cruz, el inquieto anacobero Daniel Santos”.
José Miguel Racedo complementa: “La finalidad de nuestras reuniones era la
de mamarle gallo a todo el mundo. Era una tertulia de ron sin literatura”.
En cambio, según Quique Scopell, en la finca de José Félix Fuenmayor, en
Galapa, sí hablaban de literatura José Félix y Alfonso Fuenmayor, García
Márquez y Cepeda Samudio.
Tertulia o no -todo puede ser tertulia-, el
Grupo de Barranquilla existió en los años 40 y 50 del siglo pasado. Comenzó
hacia 1940 con las reuniones de la Librería Mundo y el Café Colombia, que hacia
1954 pasaron a una tienda de la esquina de la calle 59 con carrera 43, llamada
La Cueva, de propiedad del odontólogo Eduardo Vilá, donde, al parecer, la
literatura y el arte se mezclaron con el jolgorio y la ebriedad.
Próspero Morales Pradilla dio en 1954 la
primicia de ese grupo creativo de jóvenes de Barranquilla, cuyo nombre de Grupo
de Barranquillo se consolidó tras una nota de Germán Vargas en la revista Semana. Años antes, el grupo
había fundado el semanario Crónica, dedicado a la literatura y al
deporte, como medio de difusión de la producción de sus integrantes. Estuvo
bajo la dirección de Alfonso Fuenmayor y contó con García Márquez como jefe de
redacción, pero tuvo corta vida, solo circulo entre 1950 y 1951.
La Cueva vio pasar contertulios como Plinio Apuleyo
Mendoza, Consuelo Araújo, Fernando Botero, Álvaro Cepeda Samudio, Jorge Child Vélez, Meira Delmar, Rafael Escalona, Juan B. Fernández
Renowitzky, Alfonso
Fuenmayor, Gabriel García Márquez, Enrique Grau, Héctor Rojas Herazo, Ángel Loochkartt,
Nereo López, Néstor
Madrid Malo, Próspero
Morales Pradilla, Alejandro Obregón, Roberto Prieto, Juan Antonio Roda, Orlando
“Figurita” Rivera, Julio Mario Santodomingo, Enrique Scopell, Germán Vargas y
Eduardo Vilá.
Por haber ganado el Nobel, Gabriel García Márquez es hoy la
figura más descollante de La Cueva, pero no está muy claro que tan asiduo fue
de la tertulia. Vivió en La Arenosa entre 1950 y 1955, y así como se afirma que
fue uno de los miembros más habituales, Jacques Gilard y otras voces son
enfáticas en que García Máquez nunca la frecuentó. Quique Scopell, integrante del grupo afirma tajante
que “Gabito nunca fue a La Cueva”, ¿Quien entiende? Si también había
afirmado que “allí nos reuníamos Alfonso Fuenmayor... Gabriel García
Márquez, Bob Prieto y yo”. Scopell también atestigua que Escalona “venía
muy esporádicamente porque vivía en Valledupar”, al igual que Germán
Vargas, porque vivía en Bogotá.
El
Grupo de Barranquilla no estuvo exento de controversias y desacuerdos con
escritores y otras agrupaciones literarias, y es así como Jacques Gilard,
colombianista francés, recuerda sus confrontaciones con “las vacas sagradas
del panorama nacional, López de Mesa y Calibán, entre otros” y sus críticas
a Eduardo Carranza y los escritores caldenses.
La Cueva cerró sus puertas en 1959. Años después, La
Cueva fue restaurada, y en la actualidad es centro cultural, galería de arte y
restaurante-bar. Con Heriberto Fiorillo La Cueva
sigue siendo sitio de todo tipo de tertulias.
Luis María Murillo Sarmiento MD.
BIBLIOGRAFÍA
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Benedetti
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Escobar
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Joaquín
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lunes, 6 de septiembre de 2021
EL ABORTO PROVOCADO: UNA IMPOSICIÓN JUDICIAL LEJOS DE LA HUMANIDAD Y EL ACTO MÉDICO
La inobjetable perfección de los procesos que mantienen la vida,
independientemente de cualquier sentimiento religioso, bien merece el
calificativo de milagroso como expresión superlativa de la admiración con que
nos sorprende la existencia. Asombrosa a pesar de lo cotidiana. Y nadie más
llamado a dar testimonio del prodigio que el científico que conoce a
profundidad los mecanismos que sustentan la vida.
La contemplación estética como moral de una maravilla generalmente
conduce a la conservación y a la defensa de lo admirado, y a una inhibición que
cohíbe su destrucción. Pero como hay hombres que no alcanzan a ver la vida desde
esta perspectiva, la arrasan sin advertir la gravedad de sus acciones,
aniquilando sin compasión la naturaleza y hasta la vida humana. Las palabras
del Salvador pidiendo perdón para los que no saben lo que hacen, y que cobran
vigencia cuando una influenciadora colombiana causa destrozos en una estación
de Transmilenio convencida, según ella, de que no estaba obrando mal, me llevan
a pensar que los que con vehemencia defienden el aborto no saben lo que hacen.
Desde Adán -que obviamente no fue el primer hombre sobre la tierra,
pero nos ubica en los comienzos de la humanidad- hasta nuestros días, la
historia del hombre es una historia de destrucción y de barbarie, concomitante,
a Dios gracias, con los progresos de la inteligencia, obviamente a cargo de otros
hombres. Pero cuando esperábamos que los progresos de la civilización volvieran
al hombre más humano, en la acepción buena del término, han terminado
imponiendo una cultura de muerte.
La vida, que puede contemplarse como un milagro, también es un estorbo,
que simplemente se elimina. Se elimina en medio de un atraco, se elimina en la
ferocidad del odio de la guerra, se elimina en medio de la rabia, se elimina
por ser un obstáculo para malsanos intereses... se elimina cuando la víctima
incluso no ha nacido. Concebir la extinción es hoy un pensamiento cotidiano,
que ronda en la mente del criminal, como toca la del magistrado o la del médico,
cada cual con su argumento o sus razones, con el eufemismo preciso que sosiega
la idea. Se volvió cotidiano pensar en la muerte como solución, y lo cotidiano,
hábito, al fin y al cabo, adormece lo moral, y se incorpora como costumbre
aceptable a fuerza de la repetición.
Considero que la decisión de la muerte no puede ser otra que la
decisión personal de la víctima, como ocurre en el suicidio. En aras del
exaltado principio de autonomía, una decisión de tal envergadura no puede darse
sin el consentimiento de quien va a ser inmolado. Y en el caso que me ocupa, el
del aborto provocado -que no voy a mimetizar con el de interrupción del
embarazo, y que alguna vez más vergonzosamente disimularon tras la denominaron
de regularización menstrual- no puedo entender quién se arroga el derecho de
ese consentimiento. La madre siempre vela por los derechos del hijo, pero en este
caso actúa como agresora y no como tutora. Su decisión está viciada. Como está
la de todos los que solo desean la muerte del embrión o el feto.
Indudablemente a ese fruto de la gestación se le ocasiona un daño. Y
los argumentos que a su favor se invocan siguen sin satisfacerme. En casi todo
hay un sofismo o una verdad amañada. Lo cierto es que se elimina una vida
humana. Es vida, sin que el más obtuso defensor del aborto puedo negarlo; es
humana porque en su crecimiento y desarrollo no dará lugar sino a un ser igual
al que lo procreó y al que lo alberga en
su vientre. De otra parte, la mujer es dueña de su cuerpo, desde luego, pero el
feto y el embrión son otro cuerpo. Que la mujer no puede soportar el peso de un
embarazo no deseado es cuestionable. Podrá no causarle placer una gestación en
tales condiciones, pero para su fortuna el embarazo apenas dura nueve meses y
no termina en el fallecimiento, contrario a enfermedades crónicas mortales para
las que no hay magistrados ni cortes que corten la condena. Sabe un padre
adoptivo la felicidad que la adopción encierra. Que a quien no le coartaron el
derecho a la vida pueda negar tal privilegio asombra. Y que en defensa de la
‘interrupción del embarazo’ se sacrifique un feto viable aterra. Del feticidio
ya se habla sin rubor ni pena. Se mata dentro de la matriz a un feto casi a
término ante el riesgo de que nazca vivo y adquiera todos los derechos que un
ser humano adquiera al nacimiento. ¿Tal conducta podrá enorgullecer al cuerpo
médico? Y pensar que el artículo 125 del Código Penal afirma: “El que por cualquier medio
causare a un feto daño en el cuerpo o en la salud que perjudique su normal
desarrollo, incurrirá en prisión de treinta y dos (32) a setenta y dos (72)
meses”. Se está llevando a cabo el feticidio sin que yo conozca para los
autores consecuencias.
He ejercido la obstetricia durante cuatro décadas y he encontrado en la
humanidad la solución a la mayoría de los dilemas. Esa sensibilidad que agrega
sentimiento al bien moral esquiva el daño y explora caminos razonables. No
puedo arrepentirme de los casos en que frustré un aborto. Quienes se
arrepintieron luego me compartieron la felicidad con su criatura. Aconsejé
siempre con el convencimiento y la filantropía de un médico enamorado de su
vocación, pero la sentencia que despenalizó el aborto ha condena la disuasión y
el consejo por el médico tratante. Qué desconocimiento de los motivos que a una
mujer la llevan al aborto, qué imperioso deseo de destruir al feto. Ni siquiera
la penalización de la mujer que aborta me preocupa, no está en mis pretensiones
que vayan a la cárcel, conozco la angustia y el dolor que las embarga, pero sé
que en la práctica sin sanción penal se mantendrá la práctica. Mi parecer es,
entonces, que sea sancionado quien lo lleva a cabo, ajeno por completo a la congoja
de quien lo solicita.
El artículo 122 del código penal que penaliza el aborto debe ser sustituido.
No debe ser la mujer, sino quien lo practica el objeto de la sanción estipulada,
igual debe contemplarse el aborto desde la mirada médica y de salud mental, con
énfasis en el apoyo que debe recibir del equipo de salud la mujer solicitante,
sin el amedrentamiento actual, que aleja al médico de todo consejo y toda ayuda
que no conduzca al objetivo indefectible de acabar el embarazo.
Luis María Murillo Sarmiento
MD.