sábado, 4 de noviembre de 2023

GUSTAVO PETRO, PRESIDENTE DE COLOMBIA, NO ME REPRESENTA

 Aunque fuera de toda lógica, la ligereza humana sigue atribuyendo a los países las decisiones de sus gobernantes.

Pocas veces como en los momentos actuales toca aclarar al mundo la sinrazón de atribuir a los colombianos las decisiones de un Gobierno que no nos representa.

Los 11 millones de votos con los que salió elegido Gustavo Petro, de un potencial de 39 millones, son indudablemente una minoría. pero pesa aún más la inobjetable derrota que acaba de sufrir la izquierda, que él sí representa, en las más recientes elecciones, para afirmar que el presidente no interpreta el sentir de los habitantes de Colombia.

Al manifestar al mundo que Gustavo Petro no me representa, y por el contrario me avergüenza, declaro, en contra del presidente, mi solidaridad con el pueblo judío y condeno el sangriento e inútil terrorismo de Hamás, que más daño que beneficio ocasiona a la causa palestina.

Que no se atribuyan a la nación las decisiones desacertadas, sesgadas o extraviadas del Gobierno. El Gobierno colombiano podrá ser indulgente e inclinado al terrorismo de Hamás, no así Colombia ni los colombianos. Los pocos que han tomado la decisión en contra del parecer de millones de ciudadanos nos sonrojan y faltan a la obligación moral de someterse los dictados de la nación -así funcionaría una verdadera democracia-, que mandatario -el presidente-, es quien representa y respeta al mandante -la nación- y no quien sin sabiduría hace lo que le viene en gana. Por ello son necesarias las revocatorias del mandato.

Pese a las decisiones Colombia seguirá siendo ante el mundo una nación fraterna, que condena el terrorismo, porque, además, mucho lo ha sufrido.

 

Luis María Murillo Sarmiento MD.

miércoles, 13 de septiembre de 2023

EN LA ENTRAÑA DE UN SER DESPIADADO

 Hay hombres buenos, pero no se puede afirmar que la humanidad sea buena. Los seres humanos buscan sus iguales, por eso el circulo próximo de quienes nos rodean tiene las virtudes que en nuestros semejantes anhelamos. Pero vista la humanidad en la distancia, con la mirada que escruta los rasgos que sobresalen de la especie, la sensación es deplorable. 

Hay en el ser humano una propensión a atormentar, a sembrar angustia, a gozar con la intranquilidad ajena. La inteligencia, que tanto bien pude brindar, también se aplica al mal con el exclusivo deseo de causar daño. La maldad y el mal actuar son contagiosos, y asientan más en ciertos lugares de la tierra. Esta patria atormentada es por desgracia, para el mal, un sitio predilecto, producto de las costumbres relajadas sin autoridad que las contenga.

Roba el ser humano más que por satisfacer necesidades, a sus penurias las supera la codicia; aplica el delito a los beneficios de la tecnología, sabotea redes y sistemas de comunicación con el miserable objetivo de gozar con los estragos que produce; infesta las redes con información que intranquiliza o que atormenta; proclive a lo incorrecto, orondo infringe la ley, y desde luego las reglas de la civilidad; descortés e irreverente, puede por encima de toda consideración moral satisfacer sus pretensiones. Valora su propio sentimiento y el ajeno menosprecia; indiferente o hipócrita defiende lo que a la vez quebranta. Así es el Homo sapiens al vaivén de los malos hábitos y sin normas que lo rijan.

Me ratifico, como algún día lo dije en un poema:

Esa no era la criatura que Dios quiso poner sobre la tierra:

en el soplo creador una mutación se dio en alma,

y un ser cruel, sin bondad ni amor pobló el planeta.

 

Y más me aterro cuando siento mi profesión amenazada. Veo como médico que hasta los cimientos más sólidos pueden ser desmoronados: la vida dejó de ser sagrada.

Una degradación con ropaje progresista conmina al médico a exterminar la vida. Las decisiones jurisprudenciales imponen al médico la obligación de poner término a la existencia de quienes no han nacido y adelantar la muerte a enfermos crónicos y terminales. No nos sentimos cómodos. Tales conductas trasgreden los principios con los que no formamos. Pero la batalla está perdida, la fuerza del hábito, con su práctica repetida en tantas instituciones, ya hace ver normal a los estudiantes de ciencias de la salud tantas afrentas a la vida.

Los magistrados que encumbran la muerte con sus decisiones, imperceptiblemente se han vuelto genocidas. Sobre sus fallos se erige la cultura de muerte, que pasó del autor vulgar a los quirófanos. Que va horadando la sensibilidad del médico y anestesiando el corazón de todos sus discípulos.

Gracias a las sentencias hemos llegado al feticidio, atérrese el lector que no lo imaginaba. Matar un feto viable, con capacidad de vivir fuera del útero, para satisfacer el deseo de una mujer que no anhela ser madre. Se paraliza in útero su corazón para que nazca muerto. Moralmente nada hay de diferente que matarlo tras el nacimiento. Pero las autoridades miopes ante el feticidio obrarían, así fuera con desgano, ante el asesinato de un recién nacido. La conducta es francamente criminal. Quien la realiza, más si hay intereses de por medio, merece el repudio del cuerpo médico. El estado es negligente, antes que proporcionarle cuidados a ese ser humano, entregarlo en adopción y respetarle los derechos que tan incesantemente pregona de los niños, prefiere un asesinato ad portas de nacer.

La humanidad no se da cuenta, pero va en pos de su propia perdición. La indiferencia con la vida y la felicidad ajena es la puerta para la propia desventura.

Luis María Murillo Sarmiento MD.