lunes, 5 de diciembre de 2011

LAS PRUEBAS SABER, ¿UNAS PRUEBAS MAL PLANTEADAS?

Más de treinta años de intenciones e intentos de aplicar exámenes de estado a la educación superior en Colombia precedieron a los ECAES, realizados por primera vez en el año 2003. Dos decretos del 2001 (el 2233 y el 1716) permitieron aplicar pruebas a estudiantes de Ingeniería Mecánica y Medicina, y otro del 2002 (el 1373) a estudiantes de Derecho. Pero fue el decreto 1781 del 2003 el que los reglamentó para todos los estudiantes próximos a graduarse en programas de pregrado de instituciones públicas como privadas. Y designó como ECAES (Exámenes de Calidad de la Educación Superior) las pruebas hasta entonces y por corto tiempo denominadas ECES y ahora bautizadas como Pruebas Saber Pro.

Declarado inexequible el decreto 1781 por la Corte Suprema de Justicia, se aprobó en el 2009 la ley 1324, que fijó parámetros y criterios para organizar el sistema de evaluación y que transformó de paso el Instituto Colombiano para la Evaluación –antes para el Fomento- de la Educación Superior (ICFES), entidad que acorde con las políticas del Ministerio de Educación aplica los exámenes.

Las pruebas se presentan como el instrumento para evaluar el nivel de competencia de los estudiantes que egresan del pregrado de la educación superior en todas sus modalidades: técnica, tecnológica y universitaria, y son requisito para obtener el título profesional.

La historia hasta este punto muestra un juicioso devenir en la supervisión de la educación por el Estado. Lo que no satisface es el contenido de las pruebas, del que por casualidad uno se entera. ¿Cuántas entonces serán las cosas buenas que la ley propone y que el desarrollo de las mismas desvirtúa?

El pasado mes de noviembre presentaron en el país los estudiantes de medicina la prueba Saber Pro. Al indagar por el resultado a los médicos internos que se entrenan en el hospital en que laboro, manifestaron decepción. “No era una prueba de medicina”, planteó como conclusión un estudiante. No había en las preguntas nada clínico que realmente midiera su competencia para ejercer su profesión, todo se basó en salud pública y administración. Algo que todo médico práctico sabe que para atender un paciente no sirve realmente para nada, una costura dirían los estudiantes. Una costura que sólo se vuelve relevante para quienes administran la salud: funcionarios que inflan tanto su saber como devalúan el valor del conocimiento clínico, acaso por haber suspendido su relación con el paciente, como consecuencia del trabajo burocrático. La medicina no es la misma en el quirófano o en el consultorio, que percibida desde el escritorio.

No alcanzo a comprender la objetividad ni los fines de la pruebas de estado. No cuando se pierde la coherencia entre la realidad y lo conceptualmente planteado. Porque no es éste el único caso en que las evaluaciones del conocimiento médico resultan tan absurdas. Doy fe de que en procesos de habilitación y acreditación de los hospitales ha prevalecido similar criterio.

Para el médico inmerso en la práctica clínica el ejerció acertado de su profesión no está determinado por normas que fijen las políticas de salud, sino por la lex artis que determina los criterios de la buena práctica. Tan elemental es la noción, hasta para las mentes menos iluminadas, que resulta incomprensible que no lo entiendan las mentes lúcidas de los evaluadores. Esa lex artis debe ser el fundamento de las valoraciones.

A la hora de un paro cardíaco es absolutamente irrelevante el conocimiento que pueda tener un médico de la ley 100 cuando lo que demandan las circunstancias es la preparación en el manejo de una entidad que causará la muerte si no se actúa con prontitud y acierto.

Y me he referido a la preparación y no al conocimiento, porque otro de los defectos de que adolecen los exámenes, y por el que su idoneidad es cuestionable, es el de considerar que conocimiento y pericia son lo mismo. Como si quien se aprendió de memoria el texto que enseña una técnica quirúrgica sólo por ello pudiera realizarla correcta y exitosamente.

Qué sea el Fosyga, qué subcuentas tenga, qué ley dicte las normas sobre el Sistema General de Riesgos Profesionales, qué sea el MAPIPOS, qué resolución contenga el Manual de Actividades, Intervenciones y Procedimientos del Plan Obligatorio de Salud, qué acuerdo fije el valor de la Unidad de Pago por Capitación, como multitud de leyes, decretos y acuerdos de este orden, son superfluas para quien ejerce la Medicina y no la Administración en Salud.

Riesgoso resulta para los pacientes que las pruebas de estado estén estimulando en los profesionales la adquisición de conocimientos inútiles para su atención en detrimento de los realmente necesarios para el diagnóstico y tratamiento acertados.

Si para desenvolverme como médico debo saber -no digo necesariamente conocer- esas tediosas normas, me niego a ejercer. ¡Sí. Dejo el ejercicio de la Medicina!, porque lo mío es la lex artix de mi especialidad y la ética y la humanidad con mis pacientes.

Más allá de las críticas que se puedan hacer al contenido de las pruebas, mi preocupación reside en las consecuencias que de ella se derivan.

El resultado de las pruebas Saber Pro sirve de referencia para estimar la calidad de las instituciones. Como en el examen del ICFES que se practica a los bachilleres, en que los colegios a toda costa buscan exitosos resultados, aún con artilugios como enviar a las pruebas Saber tan sólo a sus mejores estudiantes, las facultades perfectamente harán énfasis en los temas de las pruebas para obtener una buena ubicación en el ranking, sin importar que se desatiendan los contenidos realmente importantes de la carrera.

Más grave aún: Con un examen que no mide en realidad la calidad de los nuevos profesionales, ¿qué medidas correctivas pueden tomar las autoridades para asegurar la calidad de los egresados? Delicado asunto en todas las profesiones, pero funesto en la medicina, responsable de la salud y la vida de los colombianos.

Lo menos que se espera es que las pruebas de estado sean relevantes y pertinentes, valoren de manera integral, como reza la norma, los contenidos académicos y la formación humanística del estudiante, y realmente sirvan para fomentar el mejoramiento continuo de la calidad.


Luis María Murillo Sarmiento MD

martes, 29 de noviembre de 2011

LA PROPENSIÓN A LO GRATUITO: ¿EQUIDAD O PARASITISMO SOCIAL?*

El reconocimiento de derechos ha sido un logro de la evolución. Un tránsito de la barbarie a la civilización, un desafío a la selección natural en nuestra especie que logra vislumbrar y reconocer la dignidad humana.

De Perogrullo es que no somos iguales todos los humanos, pero en razón de la dignidad invocada justo sí es que todos dispongamos de igualdad en los derechos. Fundamentada en tal criterio, aparece la equidad como expresión de humanidad que procura que ni la condición ni la fortuna obren en contra del titular de los derechos. ¡Que el acceso a los beneficios sea a todos los hombres permitido! ¡Que todos tengan acceso a bienes esenciales! ¡No puede negarse a ningún ser humano el derecho a la salud, al alimento, al techo, a la instrucción, a los frutos de un trabajo!

El ideal es noble, su consecución una auténtica proeza. Realizable en la medida en que se disponga de recursos, imposible si las necesidades los exceden, y si la población por la fortuna menos favorecida no asume la responsabilidad que le concierne.

Ciertas mentes son reacias a reconocer los logros sociales alcanzados. De pronto por una tendencia a la oposición sistemática, quizás por una pretensión desbordada que rebasa el propósito del principio de justicia, reclamando que todo sea gratuito. Pero todo, obviamente, no puede ser gratuito, porque todo sencillamente tiene un costo. De algún bolsillo sale lo que a otros no les cuesta. Se dice que proviene del Estado, pero el Estado es apenas un concepto. Los gastos del Estado son de la sociedad, que es la que aporta los recursos. En últimas, los sufragan ciudadanos con obligaciones tributarias.

Por eso me atrevo a afirmar que la ‘justicia social’ llevada al extremo se convierte en un parasitismo social: “costumbre de quienes viven a costa de otros”, según la Real Academia Española. Divisa de las izquierdas, mayor tanto más extremas, que piensan más en repartir que en generar riqueza. Melindre, acaso, de tendencias humanistas que en la búsqueda de expresiones plenas de los derechos humanos nos están haciendo olvidar que existen también obligaciones. Hoy la gente sólo piensa en sus derechos, poco se detiene en los deberes.

La pobreza no por sujeta a justificados beneficios está exenta de responsabilidades. No resulta tolerable, por ejemplo, que derroche servicios públicos porque los tiene subsidiados; que descuide la salud porque es gratuita su asistencia; que procree descuidadamente seres condenados a las condiciones más adversas con el convencimiento de que su bienestar es asunto del Estado.
Bajo la perspectiva de la responsabilidad y la justicia -distribución de cargas y beneficios- conviene analizar con más detenimiento hasta qué punto la instrucción superior debe ser gratuita.

Comenzaré por afirmar que la educación es para el estudiante universitario una inversión de alta rentabilidad, una actividad con innegable ánimo de lucro. Habrá quienes por soñadores ingresen a las aulas, pero pensando en el producto económico de la ilustración lo hace la mayoría.

Cuestan las edificaciones, cuestan las aulas, cuestan los maestros, cuestan los implementos. Nada en nuestro mundo es gratis, pero en el ánimo de los seres humanos está que no nos cueste nada. Hasta los educadores que se solidarizan con la idea de una educación gratuita, no entregan sin remuneración sus enseñanzas. Es más, cada día demandan mejor pago. La frase lapidaria de J.F.Kennedy, “No te preguntes qué puede hacer tu país por ti, pregúntate que puedes hacer tú por tu país”, en esta cultura del seudoparasitismo social no tiene cabida. ¿Por qué será que, sin importar la clase social, no duele el dinero que se gasta en vicios y en excesos y sí aflige el que en salud y educación se invierte? Porque con gusto se paga la cuenta del bar o la canasta de cerveza en la tienda de la esquina, con desagrado, en cambio, una cuota moderadora o un copago**.

Puedo dar fe de que los ciento treinta mil pesos -hoy ciento diez millones- pagados a una facultad de medicina privada y costosa hace treinta y un años han dejado, contados por lo bajo, más de dos mil millones de pesos. Médicos con mayor ambición y más trabajadores cuanto menos duplican esta cifra. En mayor o menor proporción el fenómeno es común a todas las carreras. Ese es el atractivo para que las personas realicen estudios superiores. Sin la seducción de la ganancia no estudiaría la gente.

La educación sí es un derecho, pero también, indiscutiblemente, es un negocio. No tanto porque existan instituciones que se lucran -al fin y al cabo para dar pérdida no se fundan las empresas- sino, y primordialmente, porque la rentabilidad está en la mira de los estudiantes. Una carrera significa la satisfacción de por vida de todas sus necesidades y la realización de todos sus proyectos. Si la educación superior tiene tan altos rendimientos, no tiene, entonces, por qué ser gratuita. Su usufructuario debe retribuir a la sociedad de forma alguna.

Una cosa es el derecho a estudiar, otro su gratuidad. El derecho debe garantizarse, la gratuidad es cuestionable. Para garantizarlo a los más pobres se deben asegurar los recursos mediante créditos expeditos, sin más requisito que el mérito con que se obtuvo el cupo en la institución educativa, sin más garantía que el compromiso de estudiar para ser profesional, sin exigencia de fiadores que lo vuelvan utopía; con tasas blandas, largos plazos de gracia, de pronto sin intereses, si la inflación y el presupuesto lo permiten. Pero que la Nación al menos recupere el capital nominal prestado para reinvertirlo en nuevos educandos. De esta manera la responsabilidad social la asuman el Estado y el beneficiario. Punto de equilibrio en que ni el estudiante queda huérfano, ni el Estado lo exime de sus obligaciones.

La gratuidad, en forma de beca, debe ser un estímulo para buenos estudiantes. Una excepción justificable, no un beneficio general que cobije hasta aquellos estudiantes proclives a la conspiración, el vandalismo y la anarquía.

Beneficiado por un crédito del Icetex para mis estudios universitarios doy testimonio de las cifras irrisorias que pagué por varios años para devolver el préstamo. No son, por tanto, las sumas ‘confiscatorias’ que muestran las protestas.

En el modelo paternalista actual los beneficiados de subsidios y otros auxilios no sólo no se dan por enterados de la carga que imponen a la sociedad sino que muchas veces critican sin compasión la ayuda que reciben. Tampoco existe quien les recuerde los esfuerzos que hace la sociedad para compensar su situación precaria; para brindarles salud, educación primaria y secundaria, y asistencia alimentaria gratis; y servicios públicos subsidiados en buena proporción. Hasta alguna contribución económica se le tiene que dar a jóvenes de estratos bajos para que no deserten de la escuela.

Con tanta necesidad y en tantos frentes no puede el país feriar su presupuesto en satisfacción de pretensiones desmedidas. La ley puede prometer el paraíso, pero son los recursos los que hacen que no sean letra muerta sus sanas intenciones.

El desarrollo económico y la desaparición de la brecha social sólo se alcanzarán si todos los colombianos construimos, si todos adquirimos conciencia de nuestra responsabilidad y aportamos en la medida de nuestras capacidades, si somos más un aporte que una carga a nuestros semejantes.

Luis María Murillo Sarmiento MD

* Suscitan este artículo las protestas estudiantiles que por estos días convulsionan a Colombia, oponiéndose a la propuesta educativa del Gobierno.
El presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, con clara vocación de estadista ha abordado la reforma de diversos sectores del Estado. Se percibe en sus reformas un ánimo correctivo y renovador que parece acorde con el lema de su gobierno: “Prosperidad Democrática”. Su ánimo respetuoso y conciliador, ha tropezado, sin embargo con la intransigencia de quienes no quieren, no entienden o no consideran suficientes las reformas. La enmienda educativa propuesta apuntaba a mayor cobertura, mayor calidad y mayores recursos para la educación superior. También contemplaba la existencia de instituciones con ánimo de lucro, innovación que a otros países permitió aumentar la cobertura. Este punto, en particular, odioso para quienes a sus años suelen trasegar por la izquierda, satanizando cuanto tenga el adjetivo de privado, generó las protestas. Condescendiente, el Presidente retiró el artículo polémico. Las protestas continuaron. Retiró entonces todo el proyecto. Pero ni así el incendio se sofoca.
** Pagos que realiza el afiliado al sistema de salud por cada consulta, tratamiento o intervención quirúrgica, y de los cuales están exentos los más pobres.

sábado, 5 de noviembre de 2011

LOS ‘ALFONSO CANO’ NO TIENEN OTRO SINO QUE LA MUERTE CRUENTA

Vuelvo a sentir con la muerte de ‘Alfonso Cano’ el regocijo que sentí con el abatimiento de ‘Reyes’ y ‘Jojoy’.
No puedo ocultar mi felicidad al ver la patria liberada de verdugos. Su muerte fue el destino que se propiciaron. Su suerte trágica y su dolor –si es que en su dureza tuvieron capacidad para sentirlo- no me regocija: no está en mi ánimo torturar al ser humano, pero sí proteger a la sociedad, aún con la contrariedad de tener que eliminar a quienes la violentan.
La sociedad tiene derecho a vivir en paz, luego tiene derecho a deshacerse de quienes más gravemente la perturban. La pena de muerte es una opción no prescindible. Debiera abrazar el horror a quienes sin razón lo siembran.
Para monstruos como los delincuentes mexicanos y los narcoterroristas colombianos no obra la captura sino el abatimiento. Roguemos por sus almas que sus cuerpos no tienen más signo que la fosa.
¡Salve Fuerzas Armadas de Colombia¡ El país las saluda agradecido.

Luis María Murillo Sarmiento M.D.

domingo, 23 de octubre de 2011

EL FUTURO DEL IDIOMA, ENTRE LA RESIGNACIÓN Y LA ESPERANZA

No es hoy nuestro idioma la misma lengua que nació en Castilla. De los Cartularios de Valpuesta(1) a nuestros días aquel lenguaje ‘prosaico’, aquella lengua frente al latín vulgar, adquirió hidalguía, inundó el mundo con la aurora de sus letras y millones de seres hablaron español en el planeta.
Y esa lengua se tornó distinta, no sólo por su ensalzamiento, sino por la indefectible transfiguración de sus palabras.
El castellano medieval a nuestros oídos nos resulta extraño. La avanzada de nuestros ‘chateadores’ resulta extravagante. Tal vez la más bella expresión del castellano sea para nosotros, hijos del siglo XX, la preciada expresión de nuestro tiempo.
Debo confesar que me horrorizan los diálogos del ciberespacio, las conversaciones en la web con la mutilación de las palabras, los vocablos desgarbados, la fusión chocante de los términos, las expresiones chabacanas, los usos equívocos de las palabras, las locuciones ajenas, la antipática aglutinación de caracteres, los incomprensibles neologismos, y la ausencia de los puntos, las tildes y las comas, entre otros tantos males.
Está en riesgo la vida del idioma, digo en mi desesperanza. Me pregunto, entonces, si ante la avalancha carece de sentido nuestro esfuerzo. Si de algo vale nuestra misión de soñadores. Y en medio de la nostalgia un sí rotundo emerge, entonces, en mis cavilaciones.
Para nuestra congoja, bien para nuestro regocijo, es el idioma una expresión viva y dinámica.
Dejamos atrás el facer(2), el dexaron(3), al ansi(4), el vassalo(5), la eglesia(6), la mugier(7), los fijos(8); y el osava(9) y el havemos(10) con la aparente ortografía de un niño de primaria. No escribiríamos en el presente nuestras obras con aquéllas expresiones, pero con deleite leemos a quienes con ellas las crearon, descubrimos en ellas hermosura. Sencillamente no caerán los escritores de sus pedestales por más que se transforme nuestra lengua. Anejos conservarán su gloria.
Los de hoy somos los autores responsables de este instante, de un ciclo en un largo devenir. Los hijos del chat innovarán la lengua pero seguramente no renunciarán a la expresión de sus abuelos. La grandeza del idioma es la antología de todos sus momentos. Cada época es dueña de su estética, porque la belleza sucumbe a las costumbres.
La ortografía, la sintaxis, la gramática cederán al uso y se trasformarán, pero ese idioma en permanente evolución seguirá siendo nuestro castellano. El de ayer, el de hoy y el que se hablará mañana; el que ha sido testigo de todas las vanguardias. Porque es el heredero de las mismas raíces, de la misma historia y de las mismas glorias.
No nos pertenece el porvenir, nuestro compromiso es el presente. Leguemos al idioma nuestro mejor esfuerzo, a las generaciones venideras, nuestro ejemplo y la más estética expresión de nuestro tiempo.

Luis María Murillo Sarmiento M.D.
Miembro Fundador Naciones Unidas de las Letras
1. Documentos de siglo XII y copia de otros más antiguos del siglo IX, son hasta ahora el primer testimonio escrito un dialecto romance hipánico con palabras propias del castellano.
2. Hacer
3. Dejaron
4. Así
5. Vasallo
6. Iglesia
7. Mujer
8. Hijos
9. Osaba
10. Hemos

miércoles, 17 de agosto de 2011

LA REACCIÓN DE LA SOCIEDAD, PEOR QUE LA CONDUCTA DE ‘BOLILLO’


Desdice la violencia de la capacidad racional del ser humano, y sin embargo, difícilmente habrá sobre la Tierra individuo que no la haya ejercido contra sus semejantes. Definible y concreta es la rudeza física, más vaga la violencia sicológica. Publicitada y propia del macho la primera, velada y característica del género bello la segunda.

En un episodio nebuloso del que pocos detalles se conocen, el técnico de nuestra selección de fútbol, Hernán Darío ‘Bolillo’ Gómez maltrató a su acompañante, y la sociedad cayó sobre él como una horda. No hay hoy en Colombia hombre más despreciado. Alfonso Cano, el jefe de las Farc, con todo y sus abominables crímenes, de pronto es más querido.

Actuó muy mal ‘Bolillo’, pero la sociedad actuó peor. Se percibe un linchamiento moral. ¡Nada que resulte edificante! Salvaje apenas, como todo lo que impera sin razón y por la fuerza. Nada hay de formativa en la reacción de la sociedad contra ‘Bolillo’. Apenas trata de poner, como escarmiento, su cabeza en una estaca.

¿Dónde están las voces que se dirijan a quienes se están formando? Apenas escucho expresiones rabiosas que hablan de vengar la ofensa pero nada enseñan. No escucho voces que con amor convenzan de la dicha que las virtudes de la mujer prodigan. No ha habido tiempo en la andanada para exaltar a la mujer, argumento inmejorable para entender por qué hay que amarla a más de respetarla.

La sociedad se queja reiteradamente del machismo, pero desde hace tiempo que en su mira destructora tiene al hombre. La equidad en materia de género está tergiversada. Creo que si hubiera sido ‘Bolillo’ por la mujer abofeteado, hubiera pasado desapercibida la violencia. Se aplaudiría pensando que su acompañante debió ser por él irrespetada.

A esta sociedad de estereotipos sólo le cabe pensar en el hombre violento, abusivo y violador y en la mujer tierna, violentada y abusada. Siempre una inocente, siempre un culpable. ¡Qué falta de conocimiento de la naturaleza humana! Entre hombres y mujeres eternamente habrá seres exquisitos y almas malas. Y aunque la conducta es un hecho individual, la sociedad tiene grave responsabilidad en el comportamiento de sus miembros: ella es la responsable de formarlos.

¡Sociedad hipócrita! que alienta conductas que luego recrimina. Cuántos maltratadores y maltratadoras -y aquí el lenguaje de género si cabe - de adultos y de niños están hoy protestando, cuando deberían también estar haciendo un examen de conciencia y un propósito de enmienda.

¡Sociedad cobarde!, que sólo denuncia cuando se siente a salvo. Que opta por la humillación o la complicidad ante los criminales. Siempre como can asustado con el rabo entre las piernas. Si hubiera presentido peligrosidad en el técnico de fútbol, muy pocos lo hubieran denunciado. Así no se ha expresado contra ‘Cano’, ni contra ‘los Rastrojos’.

¡Sociedad indolente!, que para congraciarse con la mujer demuestra horror –quién sabe si sincero- por el 9% de los homicidios que se cometen en Colombia –que son contra mujeres-, pero nada protesta por los restantes crímenes. Al fin y al cabo en ese 91% sólo hay hombres.

¡Sociedad atolondrada!, que emite juicios sin saber juzgar. Que absuelve o condena ignorando el contexto de los hechos.

¡Sociedad incoherente!, que muestra indignación por hechos menos graves que por los que muestra indiferencia. Por eso convive con la corrupción y con el delincuente.

¡Sociedad destructora!, que actúa sin compasión cuando se ensaña, que no practica el perdón, que tampoco sabe del remordimiento.

¡Sociedad irracional, psicótica!, que se niega el placer de vivir en armonía, que se niega la dicha de amar y ser amado, de reconocer al semejante como hermano; la alegría de hacer el bien, la satisfacción de perdonar y de estar libre de rencores.

Le hace falta a nuestra sociedad mirarse en el espejo para sentirse culpable de cuanto critica, responsable de cuanto condena. Para ver en su ojo la viga que descubre en la mirada ajena.

Luis María Murillo Sarmiento MD

martes, 16 de agosto de 2011

UNA MIRADA MÁS OBJETIVA A LA CONSTITUCIÓN COLOMBIANA DE 1991

La conmemoración del vigésimo aniversario de la Constitución de 1991 ha exaltado los recuerdos de quienes vivimos la hechura de la nueva Carta: ver la confección de una Constitución no es favor que conceda a todas las generaciones el destino.

¡Cuántos testigos del suceso han muerto desde entonces! ¡Cuántos colombianos han visto la luz bajo la nueva norma! Aquéllos se llevaron el recuerdo de un suceso captado con sus propios ojos, éstos tendrán el conocimiento de lo que nosotros, subjetivos o imparciales, les contemos. Y en la embriaguez de la celebración, estamos narrando más con el corazón que con exactitud la historia.

Tal parece, con la alucinada apología de nuestra Constitución, que una Norma de Normas jamás hubiese existido en nuestra patria. ¡Ni sin igual, ni la primera! Dirá el tiempo que una más, que recogió de las pasadas sus aciertos, y que un día fue por fin sustituida. Ese es el acontecer inevitable de la Historia.

Que por fin se permitió el pluralismo político y la democracia participativa, se garantizó la libertad religiosa, fueron tenidas en cuenta las minorías, se reconoció a la mujer, se contemplaron los derechos fundamentales, se tuvo en cuenta lo social y se garantizaron las libertades individuales. Con estas y afirmaciones semejantes se argumenta que el mundo cambió, que otro sol nos ilumina y otro destino nos aguarda, porque el 4 de julio de 1991*, nació una nueva patria. ¿Cuánta emotividad y cuánta realidad sustenta el argumento? ¿No serán más las coincidencias que las diferencias entre la Constitución antigua y la ‘lozana’?

Reconozco en la nueva aciertos y cierta novedad, pero también advierto que la mayor parte de cuanto consagra, Constituciones más antiguas de Colombia también lo consagraban. Con mi aseveración la percepción de su virtud no cambia, pero sí la integridad con que debe presentarse nuestra Historia Patria.

Sin el concurso de la analogía resulta inverosímil un concepto imparcial de la Constitución examinada. La evolución de nuestra constitucionalidad muestra una fuerza vital que transforma nuestras Cartas. No han sido estáticas nuestras Constituciones y siempre algún legado han dejado a las que las subrogaron.

Por ello la de 1991 conjuga lo nuevo con lo añejo: aunque se redactó en estilo fresco, mantuvo trascripciones viejas; creó y modificó, pero mantuvo la mayoría de las instituciones; especificó nuevos derechos, pero salvaguardó los hasta entonces conquistados; refrendó principios y enfatizó otros nuevos. Más que crear, reorganizó y actualizó las normas.

Probablemente una reforma constitucional habría bastado. Para Estados Unidos en 224 años una sola Carta ha sido suficiente.


LA CARTA DEL 86, NI ESTÁTICA NI CADUCA
Centralista, católica, empeñada en la unidad nacional en un país sometido a sucesivas guerras, la Constitución subrogada fue promulgada el 7 de agosto de 1886.

En noviembre de 1894 comenzaron sus reformas. Sesenta y siete tuvo hasta la última, en 1986. La que consagró las consultas populares y la elección de alcaldes por el voto directo de los ciudadanos. Dos de sus reformas, la de 1977 y la de 1979, fueron inexequibles.

Y hasta reformas hubo a lo modificado, porque enmiendas sufrieron las enmiendas. Bástenos como demostración, la substitución de la reforma de 1921 por la enmienda de 1932, abolida a su vez por la reforma de 1936, que también derogó parte de la reforma de 1910. Sobrada razón tenga, entonces, al afirmar que nuestras Constituciones son colchas de retazos. Una treintena de remiendos tiene ya la del 91.
.
La Constitución de 1886, en consecuencia, no era al momento de su substitución la promulgada en el siglo XIX. Tenía ya un aire liberal, un ropaje social y una apariencia popular en virtud de sus reformas. Luego no podría tildarse de caduca. Ni marchita era una Carta con tantas transformaciones, ni errónea otra -la del 91- que en sólo veinte años ya ha modificado 54 artículos.


ENTRE LA SUBSTITUCIÓN Y LA REFORMA
Se intuiría que cambios radicales a la mayoría de las normas fundamentales que rigen el Estado demandan la substitución de una Constitución, y que modificaciones de menor envergadura sólo justifican la reforma. Pero ésta es una apreciación conceptual no refrenda por la praxis.

Las numerosas y extensas reformas que sufrió la Carta de 1886 probablemente representen mayor cambio que su substitución por la Constitución de 1991. Si algo es cierto, es que el texto suscrito en 1886 no era el mismo que nos regía en los agónicos días de nuestra penúltima Constitución, en 1991.

Bástenos entrever los importantes cambios que debió introducir una reforma de 22 títulos y 69 artículos, amén de otros transitorios. Tal fue el Acto Legislativo Nº 3 del 31 de octubre de 1910, primera reforma amplia, que ya había sido precedida por 24 breves. Y no fue la única transformación extensa. De semejante magnitud fueron el Acto Legislativo Nº 1, del 5 de agosto de 1936 con 35 artículos que derogaron 33 de la Constitución vigente y le modificaron 4; el Acto Legislativo Nº 1 del 16 de febrero de 1945, con 21 títulos, 95 artículos y varias disposiciones transitorias, que derogó 17 artículos de la Carta Magna, amén de otros reformados o substituidos; el Acto Legislativo Nº 2 del 24 de agosto de 1954 con 24 artículos; el Acto Legislativo Nº 2 del 24 de agosto de 1954 con 14 artículos; el Acto Legislativo Nº 1 del 11 de diciembre de 1968 con 77 artículos; y el Acto Legislativo Nº 1 del 4 de diciembre de 1979 con 65 artículos -única reforma de las mencionadas que fue declarada inexequible-.

De tal recuento se colige que la fecha de expedición no devela la actualidad de una Constitución. Su nombre no alude más que a la fecha de su nacimiento. Puede haber Cartas longevas pero modernas. Naciones que van a la vanguardia tienen constituciones viejas. La de Estados Unidos (1787), por ejemplo, se precia de ser la más antigua. Y apenas ha sido sometida a 27 enmiendas.

Si para remozarse no es imprescindible derogar la Ley Fundamental, tal vez exista en la derogatoria más que el cometido práctico: un sentimiento inconsciente de romper con el pasado. La sensación de un nuevo nacimiento, de un renacer inmaculado -auténtica quimera-.

LA CONSTITUCIÓN DE 1991: COSECHA DE CONQUISTAS PRECEDENTES
No sucumbió con la Constitución de 1991 todo el espíritu de la Constitución de Núñez**. Hay en sus artículos trascripciones textuales de la Carta del 86, y si incluimos sus reformas, la Norma de 1991 es heredera de su predecesora, se asemeja a ella como el hijo al padre: no idéntica, pero sí una expresión evolutiva, renovada.

Pero cuanto se especula de la Nueva Carta intenta erróneamente romper con el pasado, distorsionando, además, la percepción de lo que era el país en los tiempos en que fue concebida por la Asamblea Nacional Constituyente. Cada materia, cada artículo, si vamos a ser fieles a la historia, merece realmente un comentario aclaratorio. Trabajo arduo y extenso que no abordaré más que en la medida en que tenga que ilustrarlo.

La del 86, con sus reformas, terminó siendo una fuente importante de derechos. La que la sucedió consagra conquistas similares y derechos semejantes, Y los nuevos que se advierten no son más que el paso inevitable en la evolución que mostraban las reformas constitucionales de la Carta precedente.

La reforma de 1936, tan progresista, en la mejor acepción de la palabra, se había adelantado a la Constitución actual estableciendo como gratuita la enseñanza primaria; consagrando la protección de los derechos de los trabajadores, instituyendo su derecho a la huelga y erigiendo el trabajo como una obligación social protegido especialmente por el Estado. Tal reforma estableció deberes sociales a los particulares y al Estado, imponiendo a las autoridades la obligación de asegurar su cumplimiento. Se aludió a la función social de la propiedad señalando que: “se reconoce la propiedad privada pero con una función social sujeta a obligaciones”. A su vez, consagró en su artículo 16 que: “la asistencia pública es función del Estado. Se deberá prestar a quien careciendo de medios de subsistencia y de derecho para exigirla de otras personas, estén físicamente incapacitadas para trabajar”. Setenta y cinco años después muchos colombianos piensan que fue un logro de la constitución expedida en 1991.

La exaltación que se hace de la consagración de la libertad y la igualdad religiosa en la Constitución de 1991 hace pensar que antaño religiones diferentes a la católica estaban censuradas, y que sólo desde su promulgación se dio la libertad de cultos. Tal percepción es infundada. La de 1886 en su artículo 40 también la consagraba. Lo que sí ocurre es que La Nueva Carta, más laica y sin fervor católico, omitió aquéllo de que la religión Católica, Apostólica y Romana es la de la Nación. Punto de vista neutral que no cambia la preponderancia de aquélla religión, que se sustenta, no por privilegios, sino por ser la profesada mayoritariamente.

En tales circunstancias la novedosa holgura religiosa que se recalca de la Constitución de 1991 es inexacta, es en realidad la continuidad de una libertad de culto que existía de antaño y que brindaba a las asociaciones religiosas, ya en el siglo XIX, la protección de la ley (Artículo 47 de la Constitución de 1886).

Y multitud de iglesias antecedieron en Colombia a la Constitución de 1991. La Iglesia Bautista, por ejemplo, asentó en San Andrés en 1845, y muchas iglesias protestantes se radicaron en Cali, Cúcuta y la Costa Atlántica en las primeras décadas del siglo XX.

En 1991 al declararse la igualdad de las confesiones existentes, lo que se hizo fue apuntalar la extinción de todo privilegio a la Iglesia Católica. Privilegios que en su mayoría había perdido en la reforma de 1936, cuando se derogaron las normas de 1886 que pusieron la educación pública en sus manos y que prohibieron gravar los bienes de la Iglesia. En tales términos, la celebración de la libertad y de la igualdad religiosa con la promulgación de la nueva Constitución no es tanto el regocijo por una conquista de derechos, sino el festejo -extemporáneo- por la abolición absoluta de unas prerrogativas.

La elección popular ha sido una conquista progresiva -no intempestiva- de nuestra democracia. A la elección popular apenas aportó la nueva Constitución la de gobernadores, llevada a cabo por primera vez a cabo el 27 de octubre de 1991. Las demás ya hacían parte de la Constitución substituida. La elección del Presidente, en un comienzo a cargo de las Asambleas Electorales, se hizo por el voto directo de los ciudadanos tras la reforma constitucional de junio de 1910; la de alcaldes se introdujo en la última de sus enmiendas, la de 1986, y se hizo práctica en las elecciones de 1988.

En materia de pluralismo político es necesario advertir que partidos diferentes al liberal y al conservador existieron antes de la Constitución del 91. Uno de ellos, la Anapo, por poco se hace al poder en 1970. Para muchos, su candidato presidencial, Gustavo Rojas Pinilla, fue el auténtico triunfador en la contienda. Y si nos sumergimos más en el pasado, encontramos que el Partido Comunista Colombiano, fundado en 1930, tuvo candidato presidencial en muchas elecciones. Eutiquio Timoté, indígena, luego representante de una minoría, fue el candidato del Partido Comunista que enfrentó la candidatura presidencial de Alfonso López Pumarejo en 1934.

Y los numerosos congresistas, diputados, alcaldes y concejales elegidos por la Unión Patriótica son prueba del pluralismo que antecedió a la Nueva Carta. Otra cosa fue que miles de sus militantes cayeron asesinados como consecuencia de la intemperancia y de las confusas relaciones de ese partido con la guerrilla colombiana.

El derecho de petición, que se hizo popular tras la aprobación de la nueva Constitución, no es sin embargo novedoso, con idéntica redacción lo consagraba el texto original de la Constitución de Núñez, en 1886. La libertad de conciencia también estaba en su artículo 53 asegurada. Hoy es el artículo 18 de la nueva Carta.

La inclusión de la mujer tampoco fue un remedio de la nueva Norma; apenas afianzó las conquistas constitucionales de mediados del siglo precedente. No se les reconocía en 1886 a las mujeres el derecho al voto, menos la calidad de ciudadanos.

El acto legislativo de 1936, reformatorio de la Constitución, las habilitó para desempeñar empleos, aún aquéllos con autoridad anexa. Fue así como en 1955 por primera vez una mujer, Josefina Valencia, fue nombrada gobernadora. Un año después fue también la primera mujer con el cargo de ministra.

En 1954 con la exclusiva intención de otorgarles el derecho del sufragio se hizo otra reforma. Y el primero de diciembre de 1957 se las convocó a votar un plebiscito que en uno de sus artículos les reconoció los mismos derechos políticos de los varones. En consecuencia, en 1958 por primera vez en Colombia una mujer, Esmeralda Arboleda, fue elegida senadora. En 1961 fue también Ministra de Comunicaciones.

La Constitución de 1991, que no podía cambiar esa tendencia, afianzó los reconocimientos, incorporando la adecuada participación de la mujer en la administración pública. Además enfatizó el rechazo a toda discriminación y acentuó la protección a la mujer embarazada y a la mujer cabeza de familia.

Las minorías no estuvieron ausentes en la Constitución de 1886. La reforma de 1968, por ejemplo, estableció que debían tener participación en las mesas directivas de las corporaciones de elección popular. Y la de 1991, tan preocupada por el tema, tampoco resultó tan vanguardista. Tendrá que reformarse, por ejemplo, para que los homosexuales puedan constituir familia. Ésta se instituye “por la decisión libre de un hombre y una mujer de contraer matrimonio”, reza el artículo 42 de nuestra Ley fundamental.

Sorprende que hasta la condena de la esclavitud haya sido exaltada como propia de la nueva Carta Recordemos, entonces, que el artículo 22 de la Constitución de 1886 ya la reprobaba: “No habrá esclavos en Colombia”, más aún: “el que, siendo esclavo, pise territorio de la República, quedará libre”. Y tampoco fue conquista de esa Carta, porque la abolición de la esclavitud en Colombia data de 1851. La Constitución de 1991, que escasamente refuerza el concepto, incorpora como novedad la prohibición de la trata de personas.

La pena de muerte prohibida en la Carta del 91, tiene una historia de ires y venires. Fue abolida por la Constitución de 1863, restablecida por la del 86 y vuelta a suprimir por el Acto legislativo Nº 3 del 31 de octubre de 1910, que además la sustituyó por una pena de prisión de 20 años. Lo que la Constitución de 1991 innova en la materia, es la condena de la desaparición forzada. Delito execrable, cometido más por las bandas criminales que por los agentes del Estado.

No desapareció en la práctica el Estado de Sitio de la Carta precedente. Ahora -cuestión de la semántica- le tenemos un nombre diferente. Tampoco fue el coco que popularizaron con desinformación y efervescencia. No fue omnímodo, sí iterativo y casi permanente.

Se transformó en la Carta Política del 91 en el Estado de Conmoción Interior, uno de los estados de excepción por ella contemplados. El Estado de Sitio apenas permitía suspender temporalmente las leyes incompatibles con el estado de excepción -igual que hoy-. Y como ahora, hacía al Presidente responsable de los abusos cometidos con sus facultades. Entonces tenía el control de la Corte Suprema y del Congreso. Hoy la Corte Constitucional ejerce los controles. También fue limitado en su vigencia: a tres períodos de 90 días lo restringió la nueva Carta.

El viejo Estado de Sitio fue tan ‘aplastante y terrorífico’ que resultó incapaz de someter a los movimientos subversivos. Ya sin él, que paradoja, vino a hacerlo un presidente decidido.

LO NUEVO DE LA NUEVA CARTA
Deben reconocerse como novedades en la Constitución del 91 la Fiscalía General, la Contaduría General de la Nación, la Defensoría del Pueblo, la Corte Constitucional, el Consejo Superior de la Judicatura, el libre desarrollo de la personalidad, la democracia participativa y la tutela.

En cierta medida lo es la Policía Nacional, ¡quien lo creyera! Demostración de que una institución esencial podía existir sin estar definida en la Ley Fundamental. Sin marco constitucional la Policía fue fundada en 1891. En años posteriores sólo una alusión casi casual se hace a la Policía Nacional en la reforma del 45. La Constitución de 1991 es finalmente la que la define. No para crearla -ya era centenaria-, forzosamente para reconocerla.

La administración de la justicia se vio aparentemente enriquecida con nuevas instituciones, pero paradójicamente la prodigalidad terminó en enfrentamientos. ‘Choque de trenes’, los medios los tildaron.

Más paradójico aún, la tutela, el más reconocido de los bienes la Constitución, se convirtió en el principal motivo de discordia. La revisión de tutelas contra sentencias de otras cortes por la Corte Constitucional -guarda de la supremacía de nuestra Carta- llevó a choques que no se conocían cuando sólo existían Consejo de Estado y Corte Suprema de Justicia en la Constitución pasada.

El Consejo Superior de la Judicatura, aunque nuevo en la vida nacional, ya había sido concebido en la reforma constitucional de 1979, que fue declarada inexequible. Y si prevalecen los argumentos para suprimirlo en la reforma de la justicia presentada al Congreso por el gobierno actual, habremos de pensar que su creación fue un desacierto.

La democracia participativa se consolida en la nueva Constitución con el plebiscito, el referendo, la consulta popular, el cabildo abierto, la iniciativa legislativa y la revocatoria del mandato. Expresión avanzada y superior de la democracia, no es totalmente nueva en la constitucionalidad colombiana.

El plebiscito ya había sido puesto en práctica en 1957, y las consultas populares existieron en Colombia desde la reforma de 1986. La revocatoria de mandato sí es, en cambio, legado de la nueva Constitución. Novedoso y significativo progreso de la democracia que permite al elector destituir al elegido. Figura improductiva, por desgracia, que no ha servido a los colombianos para deshacerse de ineficientes o indecorosos gobernantes.

El reconocimiento del libre desarrollo de la personalidad es expresión superlativa del respeto a la autonomía del ser humano. Puede obrar en su favor o en contra suya: Para que sientan holgura los espíritus exquisitos que escapan a lugar común… para que se echen a perder las naturalezas disolutas. ¡Pero dueño es el hombre de su propia vida!

La tutela, apenas un mecanismo para hacer expedito y efectivo el reconocimiento de los derechos fundamentales, es hoy por hoy la más popular y reconocida innovación de la Constitución de 1991. Ninguna como ella ha sido tan práctica y tan útil.

Y así como innovó, la Constitución del 91 también regresó ciento cinco años al pasado, para restablecer la figura del Vicepresidente, abolida en la reforma de 1905. Igual, por el antojadizo vaivén de nuestras normas, en 118 años la reelección presidencial existió, fue abolida y ha nuevamente regresado. Caprichos constitucionales por los que también el Consejo de Estado estatuido en la Constitución de Núñez y de Caro, fue abolido por el Acto legislativo No. 10 de 1905, pero restablecido por la reforma de 1914 y heredado por la actual Constitución.

CONSTITUCIÓN DE 1991, UN BALANCE ENTRE PROPICIO E INFRUCTUOSO
La Constitución de 1991 nació de la esperanza. Aún recuerdo la ilusión en medio de las bombas, el entusiasmo en medio del horror del narcotráfico, la fe en medio del asedio subversivo, del exterminio de tantos dirigentes, del sacrifico de autoridades valientes e impolutas.

El sueño en la nueva Constitución surgió de la convicción de que no habría otra fuerza capaz de contener los males.

Ver en la presidencia de la Asamblea Constituyente a Antonio Navarro Wolff y a Álvaro Gómez, encarnación del secuestrador y el secuestrado, del ex guerrillero izquierdista y el hombre de derecha, nos hizo fantasear con la concordia, ignorar incluso que afuera, las Farc y el Eln seguían abriendo fuego y que los narcotraficantes presionaban por dejar en la Constitución su impronta -finalmente consiguieron que la extradición no se incluyera-.

El deslumbramiento con la Constitución actual, en mi criterio, proviene del rumor mediático que hizo ver partida con ella la Historia de Colombia. Y de un ensalzamiento que tiene fundamento más en las motivaciones de la Carta que en sus desenlaces.

No cambio la Constitución la esencia del país a pesar de sus fines bien intencionados. Gracias a la algazara, sin embargo, millones de personas por primera vez supieron qué es y para qué sirve una Constitución, y tuvieron los colombianos una mejor percepción de sus derechos. Pocas, probablemente, han ponderado tanto al ser humano.

Fue como un sueño de hadas, que paulatinamente se fue desvaneciendo. Apenas tres meses después de promulgada, el boom del M-19*** se deshizo: en las primeras elecciones bajo la nueva Carta el movimiento sufrió un estrepitoso descalabro.

Se revocó el Congreso para purificarlo, pero los que lo sucedieron padecieron males peores y mayor vergüenza. El “Proceso 8000” y la “parapolítica” ocurrieron a la vista de la Constitución que nos devolvería el decoro.

Su devoción social tampoco sirvió para aplacar el horror de las acciones subversivas, al fin y al cabo lo social no es más que su pretexto. Vino a ponerlas en retirada la valentía de un mandatario que no sucumbió a la indecisión de quienes lo antecedieron, no era cuestión de Constitución sino de arrojo.

Éticamente Colombia está peor que en los aciagos años de los carteles de Medellín y Cali. La corrupción asedia por todos los costados, se avizora la Patria en el abismo. Y es que la sola Constitución no basta mientras no se transformen las costumbres. Está el país frente al mismo hombre de la Constitución pasada y con los mismos males. Mientras no exista determinación moral no habrá norma que cambie nuestra suerte.

Luis María Murillo Sarmiento M.D.

* Fecha de la promulgación de Constitución Política de Colombia.
** Aunque mencionada como Constitución de Núñez, su inspirador, realmente tuvo la redacción y la impronta de Miguel Antonio Caro. Más aún, no fue sancionada por el presidente Núñez, sino por el designado José María Campo Serrano.
*** Movimiento subversivo que dejó las armas y se constituyó en la Alianza Democrática M-19. Obtuvo en la Asamblea Nacional Constituyente la representación mayoritaria.


Nota: Un simple clic en el computador permitirá al lector consultar los auténticos avances constitucionales y confirmar o rebatir cuanto sostengo. Allí, en el ciberespacio, reposan los textos originales de las Constituciones citadas con todas sus reformas.

jueves, 19 de mayo de 2011

UNA CORTE SUPREMA QUE GENERA SUSPICACIAS

¿Me defrauda la Corte Suprema de Justicia de Colombia. Sonroja que enseñe con sus fallos que por la legalidad la verdad debe ser sacrificada.

El auto inhibitorio en el proceso contra un político probablemente relacionado con las Farc*, hace pensar que tocó a la más alta jerarquía de la justicia en el país el síndrome que venía manifestándose en niveles inferiores de la rama judicial: la idolatría por la forma y el desprecio de la verdad. Con ese proceder en caso de reconocidos delincuentes vamos perdiendo la confianza en nuestros jueces.

Repentinamente hemos descubierto que la legalidad está siendo la fuente de la impunidad. Los criminales viven en Colombia amparados por las decisiones judiciales.

Y con la decisión del caso Borja otros temores nos asaltan. ¿Será por cobardía que los magistrados de la Corte Suprema de Justicias encuentran argumentos para no encausar a los políticos aparentemente vinculados con las Farc? ¿Por qué la Corte contra la ‘parapolítica’** sí actúa? ¿Será que la justicia está parcializada? Porque extrañamente, con evidencia que ha sido cuestionada, y con delitos*** ni siquiera para la época tipificados como tales, se condenó a prestigiosos militares que no hicieron más que defender la democracia tras la toma del Palacio de Justicia.

¿Qué respeto se puede sentir, entonces, por quienes profieren los fallos judiciales? Que juzguen los lectores la confianza que se debe tener en quienes intencionalmente ignoran la verdad, elemento esencial de la absolución o la condena.

Cuando los jueces contradicen lo evidente, la justicia definitivamente está amañada.


Luis María Murillo Sarmiento M.D.

* Las menciones al ex congresista del Polo Democrático, Wilson Borja, en computadores del terrorista de las Farc ‘Raúl Reyes’ fueron desechados como prueba por la Corte Suprema de Justicia por haber sido recogida la evidencia por los militares del operativo, que no tenían funciones de Policía Judicial como la norma lo establece; y además por no haberse consultado a la autoridad ecuatoriana.
** Nombre que se terminó por designar el vínculo de políticos con miembros de las autodefensas o paramilitares, inquebrantables enemigos de las Farc.
*** El delito de Desaparición Forzada, que alude primordialmente a privación ilegal de la libertad, asesinato y desconocimiento de la suerte y paradero de la víctima.

domingo, 8 de mayo de 2011

COMITÉS DE BIOÉTICA Y HUMANIZACIÓN

El concepto de que no todo lo científica y técnicamente posible es correcto, es en bioética un criterio fundamental, además irrefutable. De nada sirve el progreso científico si no es para servir apropiadamente al hombre. Se equivoca el científico que encamina su conocimiento a la destrucción del mundo, como el investigador que con el noble fin de aportar beneficios a la humanidad arrolla al ser humano que hace objeto de experimentación para proporcionar los conocimientos de la noble causa.

Pero, también, lo científicamente permitido desde la perspectiva ética puede resultar censurable en la práctica si no se es irreprochable en su aplicación.

En la asistencia, de igual manera, no basta una técnica impecable. Y no basta porque lo técnico no rebasa habitualmente la dimensión orgánica, ni siquiera -por efecto de la parcelación del cuerpo por las especialidades médicas- la contempla toda. Otra dimensión, la espiritual, demanda una atención que no desestime las necesidades afectivas, que las anteponga incluso a las dolencias físicas.

El ser humano es más que la sumatoria de sus órganos, es también la suma de sus sentimientos y de sus pensamientos. Éstos a diferencia de aquéllos -tan semejantes en su anatomía y su fisiología, en todos los miembros de la especie- son los que le confieren identidad al individuo. En ellos –intelecto y afecto- realmente reside la persona.

Tras de un órgano enfermo hay un ser que sufre. Una existencia que en contraste con el animal irracional tiene conciencia de su padecimiento y aventura posibles desenlaces; sufre y se siente vulnerable.

Tratar al ser humano implica, en consecuencia, atenderlo íntegramente. Calmando la dolencia física y serenando su espíritu, porque la dimensión espiritual del hombre; aquello que no es físico ni orgánico, que reúne lo inmaterial del ser humano: su alma, su psiquis, su mente, su intelecto, no puede quedar abandonada.

El arte de curar es compasivo

La medicina debió nacer más por la aflicción ante el dolor ajeno que por el interés en el conocimiento de las enfermedades. Con poco que ofrecer en los tiempos remotos de su nacimiento, el mundo oscuro de los conocimientos sanitarios debió inclinarse por la piedad con los dolientes. Mitigar el dolor, el anímico más que el corporal, ante la impotencia de sanar, fue propósito primordial de la medicina antigua. Los adelantos científicos y tecnológicos, muchos siglos después, terminaron por anteponer la capacidad curativa a la caridad, sin reparar que la compasión no debía perder vigencia. El hombre enfermo mientras cura sigue padeciendo.

Si reconocemos que la enfermedad está ligada al sufrimiento, no podemos disociar la curación del sentimiento humanitario: el arte de curar es eminentemente compasivo, Lo fue incluso cuando la enfermedad fue interpretada como fruto del pecado.

He afirmado en un ensayo previo, “La deshumanización de la salud, consideraciones de un protagonista”, que se necesita cierto enternecimiento por quien sufre para querer abrazar las ciencias médicas, por lo que un misántropo no encaja en la asistencia. Creo que la reiteración del párrafo resulta conveniente: “Las ciencias de la salud nacieron para curar, o para aliviar en su defecto. El arte de curar demanda virtudes que sobrepasan en número y magnitud la de la mayoría de los oficios. Quien atiende a un enfermo no puede ser un desalmado. Debe ser sin excepción benévolo. Las cualidades que reclama el paciente, son a la vez las que se esperan de la medicina: compasión, caridad, generosidad, bondad, amabilidad, consideración, afecto, diligencia, que no son otra cosa que la expresión de la humanidad en alto grado”.

En salud el trato humanitario es un axioma. No debe pasarse por alto que el paciente es sensible a nuestros actos y que la aplicación de la técnica, aunque cure, con frecuencia produce temor y sufrimiento.

Aunque el maremagno al que llegó la atención sanitaria sea pródiga en manifestaciones descorazonadoras, es deber moral de quienes asisten al paciente conferirle a la atención sanitaria un rostro humano. Tenemos la obligación de volver a humanizar la medicina.

La humanidad, un asunto bioético

La humanidad es más que sentimentalismo, es la expresión sublime de la beneficencia asentada en el reconocimiento de la dignidad de la persona humana. Son las acciones que persiguen el completo bienestar del paciente, colmando la totalidad de sus necesidades. Que hacen posible que el enfermo se entregué al cuidado del equipo sanitario sin ansiedad ni desconfianza.

No siendo éste un asunto menor, se comprende que la humanidad deba asentar en los dominios de materias tan importantes como la moral, la ética y la bioética.

El trato humano, por fuerza, pone en juego los principios bioéticos de la no maleficencia, de la beneficencia, de la autonomía y la justicia.

Al ejercicio afectivo que hacemos de la aflicción, se suman poderosos argumentos racionales y filosóficos que fundamentan aún más el comportamiento que surge de la sensibilidad per se.

El respeto por la dignidad procede de muchas corrientes filosóficas: del humanismo griego, del humanismo del renacimiento, del humanismo cristiano, del humanismo materialista. Luego la dignidad es un valor universalmente reconocido y absoluto. A ninguna condición está subordinado, Ni a la raza, ni al sexo, ni a la edad, ni al credo, ni a la condición social. Es patrimonio de todo ser humano, un derecho natural del que gozan todos los miembros de la especie, y del que derivan todos los demás derechos. Del reconocimiento de la dignidad surge la humanidad como deber moral.

Cómo la humanidad se fue eclipsando

Hemos visto esfumarse la urbanidad y las buenas maneras del comportamiento humano, hemos visto convertir en rutina el sufrimiento, hemos menospreciado el valor terapéutico de las palabras, hemos transmutado la paciencia en productividad que agobia; nada es apacible porque nuestro mundo marcha a las carreras, relegando las dichas del espíritu. En semejante vértigo las actitudes humanitarias van quedando relegadas.

Causas generales como particulares del entorno sanitario explican esa pérdida de sensibilidad.

Indudablemente la masificación y la que denomino parcelación del cuerpo humano, consecuencia lógica del desarrollo del saber y de la especialización de la medicina, están entre sus causas. Como lo están, también, la comercialización de la medicina, el desmedido ensalzamiento de la técnica, el afán de producir, y el descuido en la selección y formación del personal sanitario.

En la multitud la individualidad carece de importancia. Todos los paciente son anónimos cuando se atienden muchedumbres, más aún cuando el tiempo atenta contra la atención y cuando todo ha de hacerse a las carreras.

La humanidad es el trato individual, personalizado, no la comunicación con la muchedumbre. En consecuencia la multitud deshumaniza. Y no sólo por convertir al paciente en insignificante fragmento de un tumulto, sino por el sinnúmero de personas que se entrometen en la relación del profesional con el enfermo, amenazando la privacidad del acto médico. La intromisión lo priva de la espontaneidad, al imponer reglas, estipular límites, determinar tiempos, coaccionar fórmulas, no en procura de la calidad, sino de la productividad y la estadística.

El progreso de la medicina asombra. Sembró esperanza donde se percibía fatalidad. Y llegó a ser el conocimiento tan extenso y tan profundo, que no hubo médico que pudiera albergarlo totalmente en su saber. Surgieron así las especialidades médicas y desapareció el médico omnisciente. Pero más que acabar con el médico que ‘todo lo sabía, terminó, desafortunadamente con el médico que todo lo escuchaba. El especialista no suele prestar atención más que a las quejas concernientes a los órganos y sistemas que son de su incumbencia.

La comercialización de la medicina deshumaniza, no porque la medicina de empresas deba ser insensible por naturaleza, sino porque se ha regido más por las leyes del mercado que por los postulados de la ética.

El encumbramiento de la técnica no pocas veces hace ver como flaqueza la actitud piadosa, en otras ocasiones su celo por restablecer la salud y prolongar la vida se traduce en trato encarnizado y sufrimiento.

En la formación del personal sanitario la ética como la humanidad apenas clasifican al ocurrente remoquete de ‘costuras’. Son materias en las que no se reconoce trascendencia. La adquisición de la habilidad resalta como la cuestión fundamental, sin reparar que su aplicación escrupulosa depende de los principios que se alientan y se inculcan en los educandos.

La selección de personal con vocación humana es necesaria, sin el sustrato de la benevolencia el milagro de la humanidad no se consigue. La humanidad auténtica no obra a la fuerza, es espontánea. Es una autoimposición moral. Obrar contra la voluntad es imposible.

Características del comportamiento humanitario

El ejercicio de la medicina nos demuestra que un ademán amable obra como un buen medicamento, y que una actitud displicente, por el contrario, puede hacer fracasar un tratamiento. Es la trascendencia de comportamiento humanitario en el alivio del paciente. Sencillamente el dolor exige más que un analgésico.

La aflicción del alma se mitiga con gestos y palabras. Por ello hasta los casos científicamente fallidos no están humanamente perdidos. Mucho se puede ofrecer a pacientes crónicos como terminales: no la cura, pero sí las condiciones que hagan más agradable la vida, que le demuestren que para los demás es valiosa su existencia.

El trato humano requiere convicción: la espontaneidad le confiere sentimiento, lo vuelve auténtico y lo perpetúa. Es el afecto con que se prodiga el que convierte en humano el suceso técnico acertado e impasible. La técnica, sin embargo, es también requisito fundamental del trato humano, pues no basta servir, hay que tener conocimiento para hacerlo. Quien filantrópicamente intenta atender un paciente con trauma medular, probablemente lo deje parapléjico si desconoce la forma correcta de ayudarlo.

La aspiración de cómo queremos ser tratados es habitualmente la guía más práctica para el comportamiento humanitario. Nos anticipa al efecto de nuestras acciones. La humanidad tiene siempre el rostro amable, ese es un requisito primordial e ineludible. A partir de este axioma, aparecen todos los valores inherentes, las virtudes con las que nuestro comportamiento será definitivamente humano: altruismo, afecto, amistad, caridad, cordialidad, comprensión, diligencia, generosidad, honradez, humildad, indulgencia, justicia, prudencia, rectitud, respeto, responsabilidad, sinceridad, tolerancia, veracidad, entre la multitud de cualidades que involucra.

La humanización demanda personal sanitario y administrativo ético y sensible, que mitigue la angustia y siembre el sosiego en el corazón de los pacientes.


Acciones en humanización de un comité de bioética

Mucho es lo que un comité de bioética puede aportar en materia de humanización. Puede por ejemplo formular recomendaciones para rescatar la privacidad y autonomía del acto médico; despertar el interés de los profesionales por la vivencia del paciente y el efecto anímico de las dolencias; inducir al trato solícito y amable; promover el respeto a la intimidad del paciente y la reserva de la historia clínica; orientar en la toma de decisiones con el paciente terminal, haciendo más humano el proceso de morir; señalar a las empresas de salud los principios que deben asumir en el cuidado de la vida humana, aleccionar en el reconocimiento de la existencia y la salud como bienes absolutos, anteponiéndolos al lucro, y admitiendo al enfermo como fin y nunca como medio, y guiar en la búsqueda del equilibrio entre los intereses administrativos relacionados con la productividad y los eminentemente asistenciales,

Un listado más detallado, y sin embargo apenas fragmentario de asuntos que tienen que ver con el trato humanizado en las instituciones de salud, es el que presento en las siguientes líneas:

Abolición de filas, demoras y trámites innecesarios.
Revisión y adecuación de tiempos de consulta
Instauración de mecanismos para facilitar la asignación de citas
Ofrecimiento de espacios físicos seguros, cómodos y placenteros
Hospitalización en condiciones dignas
Restricción del aislamiento innecesario del paciente y la marginación de la familia
Flexibilidad del sistema de visitas
Supervisión de la calidad y los horarios de comidas (prevenir ayunos prolongado sin indicación médica por conveniencia organizacional)
Limitación de las remisiones por causas administrativas (evitar la dispersión de la atención de los enfermos)
Creación de instancias que velen por la satisfacción de los pacientes
Seguimiento a la atención de los enfermos enfocada al buen trato y su satisfacción
Observación en el trato de los dictados de la urbanidad
Abolición de actitudes prepotentes o impasibles con el enfermo y sus familiares
Establecimiento de estrategias para mejorar la relación y la comunicación
Generación de confianza entre el paciente y el personal sanitario
Promoción de comportamientos amables
Erradicación de actitudes que precipiten sentimientos de abandono en el paciente
Exhortación de actitudes sensibles ante el dolor
Orientación del manejo del paciente terminal
Respeto por las creencias y opiniones
Reserva y cuidado de la historia clínica
Cuidado del pudor del paciente
Confidencialidad de la información privada compartida por el paciente
Motivación a la participación del enfermo en el proceso terapéutico
Fortalecimiento de la comunicación con el paciente y sus familiares
Relevancia de la información exacta, clara y sencilla de las decisiones médicas
Respeto de las determinaciones del paciente
Claridad de las indicaciones médicas

Atento a muchos de los aspectos arriba enumerados, el Comité Bioético Clínico del Hospital de Kennedy de III Nivel de Bogotá, del cual he hecho parte desde su creación, acordó hace varios años algunas pautas para humanizar la atención, que inspiradas en el “Decálogo del trato humanizado” del Hospital Central de la Policía Nacional, se denominaron los “Mandamientos del trato humanizado”, y los presento como ejemplo de trabajo de un comité en pro de actitudes humanas en la atención de los pacientes:

1. Tocar a la puerta antes de entrar
2. Llamar al paciente por su nombre
3. Saludar y despedirse con amabilidad.
4. Identificarse ante el paciente, explicándole con sencillez y claridad el motivo de nuestra presencia.
5. Resolver satisfactoriamente sus inquietudes con honestidad, sin herir ni engañar.
6. Solicitar su consentimiento para examinarlo o para practicarle cualquier procedimiento.
7. Darle indicaciones claras y precisas
8. Respetar su privacidad y cuidar permanentemente su pudor
9. Evitar que nuestras indicaciones le causen incomodidades innecesarias
10. Comprender sus sentimientos y actitudes y proporcionarle apoyo en sus necesidades afectivas.
11. Mantener la más celosa reserva sobre lo que de él conocemos por razones clínicas o gracias a su confianza.
12. Ser solícito, atendiéndolo con prontitud y diligencia, no haciéndolo aguardar innecesariamente.
13. Servirle con humildad y nunca con prepotencia.
14. Presentarle disculpas cuando no podamos satisfacer sus requerimientos.
15. Tratar con respeto a sus familiares, suministrarles la información pertinente y darles muestras de apoyo y solidaridad.
16. Estar atento al bienestar y seguridad del paciente.
17. Infundirle seguridad y no generarle ansiedad innecesaria.
18. Respetar sus creencias y opiniones.
19. Preservar sus sentimientos de esperanza.
20. Brindarle apoyo, solidaridad y orientación a él y a su familia en enfermedades terminales
21. Evitarle demoras, trámites filas y desplazamientos innecesarios.
22. Brindarle orientación clara y suficiente para la realización de sus trámites y la ubicación de las dependencias a las que se remite.

El trabajador de la salud, objeto del trato humanitario

He enfatizado en los apartados anteriores la humanidad en el trato del enfermo, pero los criterios expuestos no dejan de ser aplicables al personal sanitario que suele llevar sobre sus hombros sus propias angustias y buena parte de la aflicción de sus pacientes.

La humanidad con el equipo de salud debe ser otro campo de interés para los comités asistenciales. Cuando se ignora el trato digno las compensaciones personales que retribuyen los esfuerzos se aminoran y el oficio de curar termina por enfermar a quien lo lleva a cabo. El ejercicio profesional en condiciones adversas desilusiona a los trabajadores soñadores, a los más ‘prácticos’ los transmuta en insensibles.

En la órbita de la humanización con los trabajadores sanitarios aspectos de análisis ineludibles y obvios son las condiciones de trabajo, la estabilidad, el ambiente laboral, el descanso, la relación entre la empresa y el trabajador, la seguridad en prevención de enfermedades y accidentes laborales, la confianza en el personal, los mecanismos de control, las relaciones entre los miembros del equipo de trabajo, el mundo afectivo del trabajador, el agotamiento físico y emocional, la insatisfacción personal, la autoestima del trabajador, los síntomas psicosomáticos del estrés, la carga laboral, la pertinencia de las actividades, el exceso de formatos que entraban el acto médico, la carga asistencial excesiva, la rutina, el error asistencial inducido por el trabajo desmedido, la remuneración, aspectos nocivos de la contratación, la distribución del trabajo, la objeción de conciencia, y la capacitación y actualización del personal.

Así, sin desamparar a unos ni a otros, ni a pacientes ni a trabajadores, los comités de bioética cumplen una labor trascendental en materia de humanización en las instituciones. Al tender la humanidad como un puente entre los frutos de la ciencia y su aplicabilidad, entre la dolencia física y la aflicción espiritual que la acompaña, entre el trabajo técnico y la labor piadosa, los comités encauzan la actividad asistencial.

Su competencia en la solución de los dilemas esclarece la forma de armonizar la ciencia con la ética, la productividad con la filantropía, y la generosidad con la riqueza. Y determina la forma en que el ejercicio de las ciencias de la salud compendie las bondades del ayer con las fortalezas del presente.

Luis María Murillo Sarmiento M.D.

-REVISA EL ENSAYO LA DESHUMANIZACIÓN EN LA SALUD, CONSIDERACIONES DE UN PROTAGONISTA

lunes, 25 de abril de 2011

LOS DELINCUENTES AL AMPARO DE LAS DECISIONES JUDICIALES

¿La justicia a quién debe servir? ¿A la sociedad o a los bribones? ¿A quién debe rodear de garantías? ¿A las personas de bien o a los hampones?

La deducción es obvia, no sin embargo para los jueces que en Colombia nos asombran con sus desconcertantes fallos. Un juez de menores de Bucaramanga -¡de menores, óigase el dislate! – acaba de conceder la libertad a ’Chucho’, el más importante guerrillero tras de rejas, con argumentos nimios que pierden valor ante la peligrosidad del reo. Más no es sólo este caso: la lista de disparates de quienes administran justicia resulta interminable.

Que dejen en libertad a criminales, no por no ser culpables, sino por haber sido capturados en allanamientos a horas en que dizque no estaban permitidos los registros, liberarlos porque la detención se dio sin haberles anunciado formalmente su captura, anular un juicio porque la prueba que demuestra el dolo fue obtenida engañando al delincuente, deja traslucir, con los criminales, una magnanimidad inadmisible.

¿Es acaso la administración de justicia un juego para ellos? ¿Se están vendiendo a los facinerosos? ¿La cobardía los hinca ante los malhechores? ¿Por interpretaciones obsesivas de las normas admiten los resquicios que esgrimen mañosos defensores?

Con fallos extraviados la justicia en Colombia va perdiendo su razón de ser. Porque la protección del ciudadano y la acción contra la impunidad son los pilares que respaldan su existencia. Actuar de tal manera no sólo deja de lado, sino invierte el objetivo: se favorece al delincuente y se pone en riesgo al ciudadano.

Cuando lo bueno, lo necesario o lo oportuno se pierde por el efecto de la forma, se extravía el camino. En la forma reside lo superfluo; en el fondo, la esencia de los actos. ¿No será que apegados a la forma los jueces prevarican? Si no legalmente, sí desde la perspectiva ética, porque en conciencia saben que están faltando a la verdad y a sus funciones.

No debe haber inmunidad ante el delito, no debe haber prerrogativas para que el delincuente escape, no debe haber concesiones que oculten fechorías. La comisión de la falta es la única verdad inexorable. Y el conocimiento de la verdad es el objetivo primordial de la justicia. Si una cámara oculta grabó sin autorización al delincuente, la prueba no puede invalidarse. Rechazar la prueba es negar la realidad; negar la realidad, torcer el fiel de la justicia. 


Los fallos deben basarse en la verdad sin importar la forma en que se obtenga la evidencia. Si grave falta en su consecución hubiera, no puede haber motivo para favorecer al delincuente –razón de Perogrullo-. Lo habría tan sólo para sancionar a quien en forma aborrecible –a través de un crimen, por ejemplo- consiguió la prueba.

La eficacia de la justicia sólo se alcanza mediante el discernimiento lúcido, la probidad y la aplicación efectiva del derecho. Sin pragmatismo los fallos son inocuos. Debe entender el juez que prevalecen los derechos de la sociedad amenazada sobre los del delincuente que los atropella, que en la resolución de los dilemas el mal menor es siempre tolerable.

Y el mal menor puede el desconocimiento al malhechor de una prerrogativa inaceptable. El respeto de los derechos del criminal es cuestionable. No son tantos como sus defensores anhelaran. Cuando uno viola un derecho, tácita e inobjetablemente está renunciando a que se lo respeten. Y en últimas, así como prima el bien colectivo sobre el particular, priman los derechos de las víctimas sobre los de los victimarios. Ante la peligrosidad del delincuente sus privilegios resultan secundarios.

El panorama es sombrío: la delincuencia asedia, la autoridad se rezaga frente al auge del delito, y sus pocos logros se desvanecen con los fallos judiciales. Si no rectifica la justicia su andar, la sociedad intimidada tendrá que elegir entre claudicar ante los criminales o hacer justicia por su propia mano. No lejos estamos de que en la sociedad inerme surjan ‘grupos de limpieza’ para sembrar el horror entre los delincuentes – con víctimas inocentes, desde luego-, como lo hicieron los paramilitares ante el empoderamiento de la subversión y la mirada negligente del Estado. Y por necesidad tendríamos que aceptarlos.

Luis María Murillo Sarmiento M.D.