Raudos 40 años transcurrieron desde aquel feliz instante en que un diploma para poder ejercer la medicina se nos entrelazó en las manos. Los arrestos de la juventud se juntaron con los sueños, y una senda sugirió para abrirse a nuestro paso, y el andar se hizo camino hasta volver añeja nuestra huella, rancia como el licor bien conservado. Y más años y nuevos sucesos adornarán nuestra existencia, porque aún el porvenir aguarda, pero desde ya gozamos la deliciosa emoción de sentirnos en la cima. En vano no ha pasado el tiempo. Un quehacer humano ha ennoblecido nuestro espíritu, han sido nuestros pacientes la razón de nuestra entrega; se ha enriquecido el intelecto con los nuevos desarrollos de la ciencia, y el espíritu con la sabiduría y la experiencia. Tal vez apenas el cuerpo se resienta, la materia presiente su declive, que más da, si el alma atesora su riqueza. En la eternidad siempre un mejor futuro aguarda.
Gracias al ímpetu de la
juventud una época nos tuvo por vanguardia, porque siempre la juventud gracias
a su energía es la avanzada. Pero la supremacía no reside en la fuerza sino en
la sabiduría, y la vida nos ha colmado de sapiencia. Nos ha constituido en faro
que esparce su luz en el camino oscuro. Pero se han transformado el mundo y sus
costumbres, lo filosóficamente vanguardista hoy puede hacer lucir la avanzada
de ayer como retardataria. No importa, el apego honesto y la defensa de los
principios en los que nos formamos son una satisfacción que nos complace.
Nos sentimos hace cuatro
décadas parte del mundo más adelantado de la historia humana, cuán lejos
estábamos de imaginar el vertiginoso progreso de la ciencia, del que gracias a
la medicina hemos podido ser protagonistas.
Ha sido nuestra generación testigo
excepcional del devenir humano. Nunca tantos sucesos, ni tan importantes se
agolparon en el tiempo. Nunca tantas demostraciones hubo de la superioridad de
la imaginación humana, probablemente, tampoco, de la torpeza de mentes menos
lúcidas. Solo por ser espectadores, y más afortunadamente protagonistas, de ese
acontecer, ha valido la pena nuestro paso por la tierra.
Hoy plenos de satisfacción,
con un orgullo sano celebramos. Cuarenta años del ejercicio de una noble
profesión bien lo merecen. Pero cuarenta años son el final y no el comienzo de
nuestro periplo por el alma mater. Así que volvamos nuestros ojos al
pasado al dichoso tiempo en que nos encontramos. Que afloren los recuerdos de
los años felices en el Hospital de San José, que reviva la emoción de recorrer su
estructura, creación de Pietro Cantini, ahora centenaria; la percepción del
espíritu de los fundadores, egregias estampas de la medicina patria que el
ingreso a cada pabellón nos recordaban, la memoria de tantos profesores eruditos
y sobre todo, esa evocación conmovedora de nuestra relación, del florecimiento
de amistades y noviazgos, de compartir aficiones, de asociarnos para estudiar, de
disfrutar la vida, de constituir una familia, que sin darnos cuenta, perduró en
el tiempo.
Y en este momento de
nostalgias que un instante recoja el sentimiento por quienes ya partieron y en
un abrazo que ciña el infinito les hagamos llegar nuestra gratitud por las
dichas que nos dieron.
Luis María Murillo Sarmiento
MD
* Promoción
1980 de la Facultad de Medicina de la Universidad del Rosario
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