lunes, 2 de agosto de 2010

ÁLVARO URIBE VELEZ, EL PRESIDENTE QUE LE CUMPLIÓ A LA PATRIA

Álvaro Uribe Vélez redimió a Colombia. En justicia deberán reseñarlo así los textos de historia a las generaciones venideras. No es una afirmación apasionada en el momento de una sentida despedida, es una verdad sustentada en el recuerdo fresco y sobrecogedor de un país hincado ante su victimario, de una nación sometida por una guerrilla bárbara que llegó a ser tan poderosa como el mismo Estado.

Sin conocer la deplorable situación de nuestra patria en el momento en que Álvaro Uribe ascendió al poder, resulta difícil comprender el bien ganado aprecio del presidente entre los colombianos. Si yerros cometió, ‘errare humanun est’, y pesarán siempre más sus aciertos que sus equivocaciones.

Como un cáncer que silenciosamente invade el organismo de un paciente, la guerrilla fue infiltrando gradualmente a un país apático, incapaz de prever la catástrofe tras de las consignas sociales idealistas invocadas por los subversivos. Y como en la evolución de aquélla mortal enfermedad, un día el mal, en estado avanzado, se tornó evidente. Aún entonces, los gobiernos negligentes vieron pasar la enfermedad sin inmutarse. Salvo el gobierno de Julio César Turbay Ayala, los que lo precedieron como los que lo sucedieron actuaron con ingenuidad con la guerrilla.

Un día Colombia resultó sumida en una espantosa pesadilla. Los idealistas subvertidores del orden, no eran tales, sino bandas de bandidos despiadados que atentaban contra el pueblo por el que decían luchar.

Se volvió cotidiano el horror. Los criminales de las Farc y el Eln andaban a sus anchas. Centenares y aún miles de guerrilleros –como en la toma de Mitú en noviembre de 1998- irrumpían en pueblos y ciudades destruyendo cuarteles, saqueando bancos y asesinando a militares y civiles; formaban milicias en las grandes capitales para extorsionar a comerciantes y empresarios y para amedrentar con sus actos terroristas. Se tomaban las vías, y desde caminos polvorientos hasta transitadas autopistas supieron del horror del secuestro en los “retenes subversivos”. Nadie entonces pudo circular tranquilo. Los campesinos fueron obligados a marchar contra el gobierno, y a cumplir con los “paros armados” ordenados por la subversión so pena de ser asesinados. Entre tanto la guerrilla se llevaba a sus hijos, niños o adolescentes, para engrosar sus filas convirtiéndolos previamente en asesinos, Puentes, oleoductos, torres de energía fueron volados, el país semiparalizado. Los inversionistas extranjeros debieron irse o pagar ‘vacuna’, Los turistas entendieron que Colombia era un destino violento y peligroso. La Fuerza Pública era, entonces, incapaz de contenerlos.

Ante tantos uniformados muertos o secuestrados en emboscadas y tomas guerrilleras los gobiernos optaron por cerrar cuarteles dejando a la población a la deriva. Prefirieron mejor los gobernantes renunciar a la autoridad y tratar con delicadeza a la guerrilla, ¿Pusilanimidad o cobardía? Lo cierto es que muchos militares fueron llamados a calificar servicios por usar términos que pudieran ultrajarla o expresiones que llamaran a una guerra frontal y contundente. Hasta extensos territorios, como el Caguán, les fueron entregados en busca de una paz negociada impracticable. La toma del poder por las Farc, en esos momentos, no pareció imposible. Ese fue el país que en el 2002 eligió a Álvaro Uribe Vélez esperanzado en que su mano firme pusiera fin a los desmanes.

Comenzando el milenio era Uribe una figura apenas regional; un gobernador que relucía por el éxito de su gestión en su departamento. Pienso que fui de los primeros colombianos en intuir que los aciertos y la firmeza de ese gobernador serían para el país fructíferos. Finalmente mis compatriotas así lo percibieron.

Hastiado de gobernantes asustadizos y transaccionales con la autoridad, vi en ese hombre decidido y frentero, capaz de desafiar a las Farc sin asomo de cobardía, la persona capaz de devolverle al país los sueños que por décadas una subversión demencial y sanguinaria había convertido en pesadilla.

Uribe fue el primer mandatario capaz de tachar a los guerrilleros de bandidos, y de darles sin temor el calificativo preciso que les correspondía. El primero en declararle la guerra a las Farc, el más infame enemigo de Colombia. Hasta entonces los mandatarios actuaron con recelo y dejaron crecer la subversión sin inquietarse. Ante la desprotección del Estado era razonable que surgiera el paramilitarismo con todos sus horrores. También de su surgimiento son culpables. El país, por su pusilanimidad, era un infierno. Y deben saberlo quienes lo desconocen y recordarlo quienes lo olvidaron.

La labor de Álvaro Uribe fue incansable, ningún gobernante ha trabajado tanto. Gracias a ella Colombia volvió a ser un país viable. Basta comparar el país que recibió con el país que entrega para juzgar fructíferos sus años de gobierno. Su Seguridad Democrática fue más que cara dura con delincuentes antes intocables, fue más que proteger a los residentes en Colombia del peligro. Fue una tarea que recobró la autoridad para el Estado –su poseedor legítimo-, que infundió tranquilidad entre los colombianos, que restableció la confianza en el país y creó un ambiente propicio para el desarrollo.

Sus consignas patrióticas y su amor denodado por Colombia a muchos alentaron; orgullosos de nuestra nacionalidad volvimos a estar los colombianos. Su temple contagió el valor y el país volvió a sacar coraje donde antes residía la cobardía. Gracias a ese líder valiente y carismático la gente se sintió capaz de alzar la voz contra su victimario: difícil olvidar que más de doce millones de compatriotas marcharon contra las Farc un 4 de febrero.

Con Uribe Colombia recuperó su dignidad, ese es su principal legado. Colombia hoy apasiona, su economía en el contexto mundial es atractiva, sus encantos seducen al turista que los puede apreciar desprevenido, los empresarios volvieron a invertir sin riego de extorsiones, la inversión extranjera asentó en su suelo. El enemigo entre tanto se encuentra arrinconado.

Dos veces voté por Álvaro Uribe y por segunda vez lo hubiera reelegido. Siento que interpretó y puso en práctica las determinaciones que yo hubiera tomado. Por primera vez no me ha defraudado un gobernante. Valeroso y trabajador, cumplió a cabalidad con los propósitos que me llevaron a elegirlo. Su altísima popularidad al entregar el cargo no es gratuita, tampoco la posteridad podrá desconocer el valor de su legado. Y aunque no faltarán reacios y mezquinos detractores, habrá de prevalecer la gratitud de los colombianos que comprendimos el efecto provechoso de su obra.


Luis María Murillo Sarmiento M.D.

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