Treinta y dos años ha que se marchó el
ilustre colombiano que hoy quiero recordarles*.
Brilló
como político –liberal- como escritor, como periodista y como diplomático. Y es
su faceta literaria la que hoy quiero resaltar, compartiendo con ustedes
algunos de sus textos.
Juan
Lozano era un intelectual, un políglota, un hombre de vasta instrucción. Escribió
prosa y escribió poesía, crítica literaria y artística, relatos, discursos,
artículos periodísticos y una columna: “El jardín de Cándido”.
Conocí a Juan
Lozano y Lozano en mi adolescencia, pero su nombre me era familiar desde de mis
primeros años. Era un nombre reiterado en las anécdotas y en los recuerdos de
mi padre. Eran apenas unos adolescentes grandes, contaba él, cuando
compartieron en una sociedad literaria a la que le dieron el nombre de Rufino
Cuervo. También Juan Lozano lo dejó escrito:
“De los diecisiete a los veinte años, mi hermano
Carlos, Augusto [Ramírez Moreno] y yo formábamos parte de todas las sociedades
literarias y de debates que, por entonces, constituían la fiebre de la juventud
[…]. Allí nos encontrábamos con Germán Arciniegas, con Bernal Jiménez, con Luis
María Murillo (que después ha sido tan insigne sabio), con José
Gnecco Mozo (un hombre de superior calidad, frustrado), con Nicolás Guillén, con Hernando de la Calle, con prácticamente
todos los de nuestra generación. Allí se hablaba, se leía, se recitaba, se
organizaban grandes debates”.
En el Jardín de
Cándido dedicado a la memoria de mi padre tras su muerte en septiembre de 1974 Juan
Lozano anota:
“Tengo muchos datos
e informaciones sobre la obra de Murillo por una amistad que me unió a él desde
la adolescencia y porque últimamente me ocupaba en la edición, por cuenta del
Colegio del Rosario, de sus estudios entomológicos; obra que llenó su actividad
y su ilusión de los últimos meses y que, con gran dolor de mi parte, no alcanzó
a ver coronada. Murillo era, además, un temperamento artístico y un escritor excelente”.
Pues
fue precisamente esa edición a la que Juan Lozano se refiere la que me permitió
conocerlo y frecuentarlo. Era el año de
1973 y yo acompañaba a mi padre a visitar a Juan Lozano en su oficina en la
universidad del Rosario. Allí escuchaba su entusiasmo al dar vida a una serie científica del departamento de
publicaciones. Él era el director de la revista. El primer logro lo alcanzó; en
septiembre de ese año se publicó “Las esmeraldas de Colombia” del profesor
Antonio María Barriga Villalba y su hijo, Antonio María Barriga del Diestro,
-entonces director del Museo del Oro del Banco de la República-.
En
su prólogo Juan Lozano anunció la nueva empresa: la obra de mi padre, iniciador
de la entomología en Colombia. Pero motivos principalmente financieros, que yo
recuerde, la frustraron. Sin imaginarlo, por meses estuvimos allí revisando
borradores. Fueron meses en que me persuadí de las virtudes y del valor
admirable de aquel hombre dulce de cabellera blanca. Y ahora que reviso su
vida, siento que era efectivamente el hombre bueno de las reseñas que lo
retrataron.
Pero
no nos engañemos, no era un hombre débil. Tras su dulzura, había una historia
de hombre recio, que incluso había tomado las armas y luchado en una guerra. La
batalla de Güepi, en el conflicto con el Perú, nos lo recuerda. También con
ardentía defendió en política sus posiciones, y combatió la única dictadura que
hubo en Colombia en el siglo XX. Tenía que ser un hombre de nervio portentoso
para haber sido cuanto fue y haber hecho cuanto hizo. Fue escritor bueno y
prolífico, político íntegro de larga y encumbrada trayectoria, hombre
influyente, intelectual y talentoso; periodista notable, soldado de su patria.
Tal
vez por la imagen depreciada que se tiene del político, su apariencia me
traducía más la del intelectual y la del filósofo que la del hombre público. La
suave de un poeta. Veía en él la antítesis del político perverso y la exégesis del político virtuoso: con alma
de estadista, ilustrado, estudioso, reflexivo, pensador, orador y escritor
magnífico; distante de la mediocridad que hoy campea en nuestras corporaciones
y en la plaza pública.
Supe
que era poeta tras conocer, leídos por mi padre, sus mejores versos: “La
Catedral de Colonia”, obra conmovedora:
LA CATEDRAL
DE COLONIA (De “JOYERÍA”)
Desde el arco ojival de la portada
hasta la flecha que en lo azul palpita,
cada cosa en su fábrica suscita
el ansia de emprender otra Cruzada.
Mole de encaje y de ilusión cascada
que baja de la bóveda infinita,
surtidor que hasta Dios se precipita,
escala de Jacob, fuerza encantada.
Tiene tanto a la vez de piedra y nube,
su pesadumbre formidable sube
en la luz con tan ágil movimiento,
Que se piensa delante a su fachada
en alguna cantera evaporada,
o en alguna parálisis del viento.
Desde el arco ojival de la portada
hasta la flecha que en lo azul palpita,
cada cosa en su fábrica suscita
el ansia de emprender otra Cruzada.
Mole de encaje y de ilusión cascada
que baja de la bóveda infinita,
surtidor que hasta Dios se precipita,
escala de Jacob, fuerza encantada.
Tiene tanto a la vez de piedra y nube,
su pesadumbre formidable sube
en la luz con tan ágil movimiento,
Que se piensa delante a su fachada
en alguna cantera evaporada,
o en alguna parálisis del viento.
Fue
ese mi primer contacto con el famoso soneto. Después me enteraría que había
sido considerado uno de los doce mejores
sonetos de la lengua castellana, y que su autor era tan relevante en las letras
que pertenecía a la Academia Colombiana de la Lengua.
Sin
embargo la actividad política dio al traste con la actividad poética. Su
quehacer poético no fue un ejercicio vital, más bien un pasatiempo. Así él
mismo nos lo dio a entender:
“Mi vocación es
el servicio en la vida intelectual y política. La poesía ha sido en mí
incidental ejercicio de la inteligencia; la he considerado como la más eficaz y
agradable forma de distracción de los azares de la vida. Son la expresión de
una persona culta […] que se ejercita en la poesía, como se ejercitaría en el
juego del billar, si hubiese llegado a jugar pasablemente”.
Diría
uno que Juan Lozano no fue consciente de su admirable don. “A los treinta años
de edad colgó su lira en el primer sauce de la carretera”, anotó Abelardo
Forero Benavides
Los
Lozano eran hombres nobles, de acrisolada rectitud. De Carlos, uno de sus
cuatro hermanos, quien fue presidente encargado de Colombia –en octubre de
1942- escribió Juan:
“Era un hombre
libre de escoria, a quien ni la admiración ni la vanidad, ni la envidia ni la
inquina, ni la ordinariez, ni nada que no fuera alto, desinteresado, puro,
inspiraron ningún pensamiento ni acto alguno”.
Y
Juan debió ser igual; pues fueron los dos hermanos almas gemelas según
afirmación de mi padre. Dice él:
“Juan y Carlos tuvieron la misma estructura
espiritual. La personalidad de Juan es la de un filósofo cuya especialidad es
la ética experimental. […] Él como el químico con sus tubos de ensayo, somete a
sus personajes a juicio hasta descubrirles su estructura”.
Juan
Lozano y Lozano nació en Ibagué el 6 de abril de 1902. Fue hijo de Fabio Lozano
Torrijos –escritor y diplomático- y de Ester Lozano, quienes fueron además
padres de Fabio, Carlos y dos hijas.
Pasó
por las aulas del Colegio Mayor de Nuestra señora del Rosario como estudiante de bachillerato y estudiante
de Filosofía y Letras. Al Colegio dedicó su poema “Claustro antiguo”, en el que
entre otras cosas dice:
Con el espíritu transido
por un emocionado temblor,
recorro el claustro envejecido
donde nació mi corazón.
En esta misma Aula Suprema
alguna vez me arrodillé
a pedir luz para un teorema
a pedir luz para un teorema
muy trabajoso de aprender.
Aquel rincón guarda el secreto
de lo primero que escribí:
era un lunático soneto
hecho en la pasta del latín.
era un lunático soneto
hecho en la pasta del latín.
Aquí amé a la que en un “¿me quieres?
Concentró en su pupila azul
todo lo que hay en las mujeres
de sugestión y de inquietud.
todo lo que hay en las mujeres
de sugestión y de inquietud.
Claustro que tienes el encanto
de un recuerdo en cada pilar,
claustro hecho en gloria y
calicanto
sobre piedra y eternidad.
En
aquéllos años y en aquel claustro Juan Lozano compartió con Darío Echandía, uno
de sus importantes coetáneos, 4 años
mayor que él y cuyos recuerdo plasmó en uno de los capítulos de “Mis
Contemporáneos”. Escribió Lozano de Echandía:
“Yo
lo recuerdo hace veinticinco y más años, como condiscípulo suyo en el Colegio
del Rosario, y a él especialmente ligado por vínculos de coterraneidad, de
afinidad espiritual y política, de amistad familiar, y aun de vecindad urbana”.
“Darío Echandía, fulgurante estudiante, iba un poco adelante de mí
en el orden de los estudios: llegó a ser colegial, y por ello pasante, y tuvo
el privilegio de habitar en pieza separada cuando fue alumno interno. Esa
celda, un poco monástica, era como el germen pobrísimo de su casa de ahora.
Libros, y más libros; retratos de filósofos y poetas y pintores, recortados de
los periódicos, y prendidos con goma en las paredes. […]
Muy más delgado que ahora,
con la fisonomía incipiente de los jóvenes; y con los pantalones altos,
angostos, tubulares y transversalmente arrugados, creación de un afamado sastre
chaparraluno”.
“Todo había progresado un poco, diez o doce años después, cuando Echandía, juez o exjuez habitaba hacia 1930 en el Hotel del Pacífico, frente al Colegio del Rosario, una pieza bastante amplia, que tenia, a guisa de muebles, una alta estantería de madera sin barnizar, a todo el rededor; una cama de sirvienta, que parecía una hamaca según se rebullía al sentarse uno en el borde; y un taburete, en cuyo espaldar unos pantalones mejores que los de marras, pero que todavía dejaban mucho que desear, permitían que los tirantes barriesen el suelo. […] Echandía leía acostado casi todo el día; y así recibía a los pocos amigos que íbamos a visitarlo. Sólo se levantaba, amarrándose angustiosamente los calzones del piyama, y paseándose como un felino por la pieza, cuando la conversación rozaba con la filosofía peripatética o con la escultura clásica, o con la pintura florentina”.
Juan
Lozano estudió en la Escuela Militar de Cadetes, se graduó de oficial y participó en la guerra
con el Perú. Estuvo en la universidad de Cambridge, donde se especializó en
Economía y Finanzas; y se doctoró en Ciencias Sociales y Políticas en la de
Roma. Tras ser secretario del candidato presidencial y posteriormente
presidente, Enrique Olaya Herrera, siguió una espiral ascendente. Fue así,
concejal de Bogotá, diputado de Cundinamarca y Tolima, representante a la
Cámara y presidente de esa corporación, senador de la República y Ministro de
Educación en la administración Santos. Opuesto a las reelecciones, y pese a los
sentimientos fraternales que lo unieron a los dos estadistas, se opuso a la de
Alfonso López Pumarejo y posteriormente a la Carlos Lleras Restrepo. Fue
obviamente enemigo de las dictaduras, y combatió la de Gustavo Rojas Pinilla.
Su quehacer
periodístico engloba la fundación del periódico “La razón”, en 1936, el que
dirigió durante 12 años; el éxito de sus reportajes en el semanario “Sábado” de
Plinio Mendoza Neira, con los personajes más importantes de la vida nacional;
su paso por la revista Semana, sucediendo a Alberto Lleras Camargo en su
dirección; y obviamente su columna el “Jardín de Cándido”, que ocupó por
décadas las páginas de “La razón” y “El Tiempo”. Juan Lozano llegó a ser
considerado el mejor editorialista de Colombia.
Juan
Lozano se casó con una dama italiana, Luisa Provenzano y tuvo un solo hijo,
Luis, padre del actual senador de la república Juan Lozano Ramírez. Con Luisa
vivió en su finca de Suba hasta su muerte. Ella fue la inspiración de muchos de
sus versos. Recordemos:
A LUISA (De “JOYERÍA”)
En este libro, que pulí con
tanto
esmero para ti, gema por
gema,
no hallarás, sin embargo,
ni un poema,
que diga de mi amor o de tu
encanto.
Sobre otros temas lapidé mi
canto,
y tuve un canto para cada
tema;
he copiado en mi lírica
diadema
todos los iris, del placer
al llanto.
Y nunca, nunca te canté.
Con graves palabras me
dirás: “Yo no te inspiro”.
No, no es que falte
inspiración, tú sabes.
Es que las cosas que a
decirte aspiro
son de aquellas tan
hondamente suaves
que menos que una voz, son
un suspiro.
Su
obra poética ha sido encasillada dentro del movimiento de los Nuevos –recuerdo
de la revista del mismo nombre dirigida por Alberto Lleras y su hermano Felipe.
Un movimiento dispuesto a relevar el simbolismo y el parnasianismo. Defendían
el modernismo de Guillermo Valencia y censuraban el piedracelismo de Jorge
Rojas y Camacho Ramírez. Los Nuevos tuvo como exponentes, a más de Juan Lozano,
a Germán Arciniegas, Germán Pardo García, Rafael Maya y León de Greiff.
Conozco
de Juan Lozano casi un centenar de poemas publicados, la mayoría escritos antes
de los 25 años.
Su
poesía se apega a lo clásico y en gran medida se expresa en el soneto. Sus
versos son escrupulosos en la métrica y la rima. En su crítica literaria demuestra
aversión por los versos ininteligibles y el exceso de liberalidad para dominar
la forma.
Su obra poética se condensa en “Horario primaveral”, de 1923
en Lima; “Joyerías”, de 1927, en Roma; y “Poesía dispersa” de 1928 a 1940. Como
puede verse buena parte data de sus primeros años de juventud; había nacido,
recuerdo nuevamente, en 1902.
Varios
de sus sonetos son retratos, que el agrupó en “Galería”, en el capítulo de su
obra “Poesía dispersa”.
Veamos
dos retratos:
DOÑA LORENZA VILLEGAS DE SANTOS
(Que dedicó a la esposa de
Eduardo Santos,
a quien siempre recordaremos como
Lorencita)
Presta a tu rubia gracia un atributo
de austeridad que la enaltece y sella,
de austeridad que la enaltece y sella,
como la noche mística a la estrella,
la prestigiosa gravedad del luto.
la prestigiosa gravedad del luto.
El destino, que teme a lo absoluto,
y se place en batir lo que descuella,
te impuso a ti por demasiado bella,
un demasiado férvido tributo.
Muestras, disfraz de un ánima celosa,
la apariencia alocada y deliciosa;
pero el recuerdo en tu interior persiste.
Y a solas velan tu mirada pura,
como una silenciosa colgadura,
todas las cosas que te hicieron triste.
DOÑA LUISA PROVENZANO DE LOZANO
(Su esposa)
Una gracia entre itálica y moruna
irradia de tu piel cálida. Y sana;
el sol de la campiña siciliana
el sol de la campiña siciliana
maduró tu fragancia de aceituna.
El ensueño, como un hilo de luna
de tus ojos oscuros se devana,
y es tu pelo, partido a la toscana,
y es tu pelo, partido a la toscana,
algo así como dos noches en una.
Es más móvil tu cuerpo que el destello
de la luz en las aguas; y tu cuello
cobró la forma del alfanje moro,
arqueada, esbelta, lírica y ligera,
porque en su noble cavidad cupiera
tu voz, que es una cítara de oro.
Y veamos otro
tipo de versos, otro tipo de poemas:
LAS CARTAS (De “JOYERÍA”)
¿Me escribirás? ¿Me escribirás? Y en tanto
¿Me escribirás? ¿Me escribirás? Y en tanto
se desgarraba el tren hacia Io ignoto,
y era tu mano, en el andén, el loto
y era tu mano, en el andén, el loto
que simboliza la ilusión y el llanto.
Y pasaron los años, y el encanto
de escribirnos, dejó de ser devoto,
se hizo después deber, deber remoto,
y de deber se convirtió en quebranto.
Cómo es de ciego el corazón, que ignora
que este flujo y reflujo del deseo,
como el flujo del mar, tiene su hora.
Hoy en nosotros la ilusión revive,
y los dos esperamos el correo…
Pero ninguno de los dos escribe.
Su
prosa
Su prosa es más abundante y
se extiende de sus primeros años al fin de sus días. Se reúne en “Ensayos críticos” (1934), “La Patria y yo” (1944), “Introducción
a la vida heroica” (1946), “Mis contemporáneos” (1947), “Jardín de Cándido” –su
columna periodística mantenida hasta el final de sus días-, “Interpretación de
Colombia”, “Política”, entre otros capítulos. Encuentro en ella un estilo ameno
que brilla a la par con un pensamiento grande, reflexivo y filosófico. Para mí
es admirable, pero traigo una muestra para juzguen los oyentes de primera mano.
Su
pluma fecunda es además un magnífico documento testimonial para conocer nuestra
historia y nuestros personajes. “Mis contemporáneos”, en particular, pero sus
escritos en general, son una buena fuente de consulta, tan visual como un
documental a pesar de solo estar hecho con palabras. Describe a personas que compartieron su mundo
como su hermano Carlos, Alberto Lleras Camargo, Carlos Lleras Restrepo, Augusto Ramírez Moreno, Darío
Echandía, Jorge Eliécer Gaitán, Gabriel Turbay.
Observen, ustedes, por ejemplo, el detalle, cual pincel,
en la descripción de sus contemporáneos:
Enrique Olaya Herrera (Presidente de Colombia 1930 –
1934)
“En la poltrona de su
despacho la figura del Doctor Olaya, un tanto desgarbada, cuando erecta por su
singular corpulencia, toma un aire noble de retrato. Con la cabeza ligeramente
inclinada, con una seriedad atenta y acogedora, los bellos ojos pálidos
concentrados en el escrutinio del interlocutor, tiene ese interlocutor la
sensación de que ha logrado interesar hondamente al presidente. Viste de oscuro
y produce desde el primer golpe de vista una palpable impresión de aseo. Sobre
las piernas cruzadas reposan sus manos, largas manos, finas y pálidas”.
Laureano Gómez (Presidente de Colombia 1950 – 1954)
Escribe sobre el
entonces senador Laureano Gómez en una intervención el congreso: “’El Monstruo’
va a hablar. Comienza el espectáculo y comienza desde la primera palabra la
diatriba. El gesto se va haciendo por momentos más amplio, más contundente la
argumentación invariablemente sofística. No deja terminar al interpelante. Le
completa él mismo el argumento, con lucidez mental admirable, con otro
argumento ya formado, ya coherente, henchido de sangre y de veneno. Es un
espectáculo magnifico. Es una magnífica diatriba. El auditorio está cautivo de
esa actitud arrogante, de esa voz que tiene timbres al par de oro y de acero.
Sabe lo que vale la palabra y sabe que en la palabra esta su fuerza”.
De “La
Patria y yo – Autobiografía sentimental” les traigo su visión de sí mismo en “Juan Lozano y Lozano por Juan Lozano y Lozano”:
“Mi
ser actual me aparece como una extraña asamblea de formas desvanecidas, pero
tremendamente reales e influyentes. Allí dialogan, y discuten, y pugnan por la
supremacía los diversos hombres que en mí han existido al través de los años,
el místico, el tarambana, el razonador, el cosmopolita, el centenarista de
pantalón rayado –todos ellos-. Se arengan, se contrarreplican, se tiran los
trastos a la cabeza; y finalmente salen todos juntos a tomar tinto al bar de la
subconsciencia.”.
“De
mis diecisiete años en adelante fui lo que se llama un vagabundo. No descuidé
jamás mis tareas escolásticas, es verdad, porque me interesaban en cierto modo,
y porque tenía buena memoria, y porque fincaba alguna vanidad en pertenecer
desde muchacho a la “vida intelectual”.
“Por
cierto que una noche daban a mi padre un banquete sus amigos políticos, con
motivo de alguna actitud resonante, y cuando él regresó del senado para
vestirse y se hubo afeitado, empezó a dar enfurecidos gritos desde su pieza.
Todos los de la casa acudieron en gran consternación, menos yo, que calculaba
cuál era el problema. Mi padre buscaba su frac, y no lo encontraba por ninguna
parte, y había vaciado el armario sobre la alfombra, sin resultado alguno. […]
Sucedía que un hombrecito me
traía libros a la puerta o a la esquina, y yo se los cambiaba por ropa vieja y
descartada, que tiraba en mucho secreto de la alacena de mi padre. Era seguro
que yo había cometido la atrocidad de entregar la excelente casaca. Este fue mi
primer sacrificio por la causa de la irresponsabilidad y de la literatura. […]
En otra mi Padre me dio los
tres pesos para que fuera a pagar (al Centro de practicantes), y yo me encontré
en el camino con mis amigos, y los gasté en sifón de Bavaria, hablando de
literatura”.
Decía que empuñó las armas y participó en la guerra con Perú. Este
es un fragmento de “EL
COMBATE DE GÜEPI”, de “Patria y yo – Autobiografía sentimental), en que se nos
presenta como un cronista de guerra.
“Escribo estas líneas desde el Peñasco de Güepi, en donde
todavía está impregnado el ambiente de un denso olor de pólvora, cuyo humo
azuloso apenas ha empezado a extinguirse. Aquí están los campamentos peruanos a
medias destrozados; casi completamente desfiguradas por nuestra artillería las
admirables fortificaciones del enemigo; […] aquí y allá, sobre el campo verde que
interrumpe la selva, los muertos, los pobres muertos peruanos, pálidos,
sangrantes, contorsionados. No he tenido la curiosidad mezquina de contarlos.
No deberían jamás contarse, al modo como se cuentan las fichas ganadas en el
azar de un juego, estos ignotos holocaustos de las hecatombes marciales. La
muerte es cosa sacra que esta pequeña ciencia terrenísima de la estadística no
tiene derecho a profanar con su plebeya terminología”.
“Imagínese
el caso de un joven aprendiz de filósofo, que alimentó siempre en lo más hondo
de su espíritu un despectivo desamor por la violencia, a quien un día la
necesidad de ser consecuente con principios eternos de justicia internacional y
humana, lo induce a tomar bajo su comando la batería de ametralladoras de un
barco de guerra, frente al enemigo”.
De “Emoción de vivir”, discurso pronunciado en el Colegio Mayor de
Nuestra señora del Rosario en 1943, les traigo estos párrafos:
“Si
sentís la vocación económica, no os ensayéis en los pequeños negocios de
comisión y especulación, sino en la iniciación, así sea modesta y oscura, de
alguna grande empresa que constituya aporte de largo aliento al progreso social”.
“Y
si vuestra vocación es la política, tomadla como un alto apostolado,
descontando de antemano todas sus incomprensiones, y todas sus amarguras y
todas sus derrotas. Luchad bravamente y gallardamente por un ideal político,
aquel ideal que os haya convencido y que llevéis pegado a la entraña profunda. […] Huid
del triunfo fácil y de toda dádiva graciosa de posición o de prestigio”.
“No perdáis
jamás el punto de referencia de la hazaña patricia; […]
lanzaos a la conquista de la vida con el
nombre de la patria en los labios. Forjaos ideales grandes, y buscadlos con la
fe y con coraje, al través de todas las dificultades”.
En sus “Ensayos críticos”, que hacen parte del capítulo “Crítica Literaria y Artística” hace esta descripción del poeta Guillermo Valencia:
“Todo en Valencia denuncia al poeta, según la idea, un poco legendaria,
que tenemos de los dueños del don divino de decir las cosas bellamente. Fino y
prognático, pálido como un pergamino, los ojos iluminados, revuelta la
cabellera, largas las manos de mujer en clausura. Por el corte sensual de la
boca, pudiera creérsele un Cardenal renacentista de estirpe florentina; un
héroe, por el dibujo de perfil aquilino; un monje de los que convocaban a
Cruzadas, por el fuego místico del porte.”.
En
ese mismo capítulo de “Crítica literaria y artística”, Lozano nos trae una
simpática anécdota de León de Greiff,
reconocido por su culteranismo y su lenguaje poco inteligible para el
común de los mortales:
«En una “redada” de policía que hubo en
Bogotá en años pasados, cayó, entre otras muchas personas, León de Greiff,
quien se hallaba departiendo con otros literatos y poetas alrededor de una de
las mesillas del célebre “Café Automático”. Conducidos en carros-
radiopatrullas a la inspección de la calle cuarenta, allí fueron todos
requisados, aligerados de los papeles que llevaban en los bolsillos, y
provisionalmente mandados a los calabozos, mientras en las oficinas se
examinaban con detenimiento aquellos papeles, en averiguación de posibles
planes subversivos. Una vez terminada la minuciosa inspección, casi todos los
detenidos fueron puestos en libertad. Pero León se quedó adentro, como sujeto a
todas luces peligroso. El investigador había leído y releído los papeles del
poeta, y, como no entendiera una palabra, había exclamado con un lampo de
triunfo en los ojos: “¡Esta es una clave secreta! ¡Aquí está la clave de los
revolucionarios!”
“Se trataba, desde luego, de algunos de los poemas manuscritos de León de Greiff; y no le faltaba completamente razón a aquel celoso servidor del orden. […] En 1915, siendo todavía estudiante adolescente, León De Greiff había empezado a publicar en la pequeña revista “Panida”, que él y un grupo de amigos sostenían en Medellín, poemas de una misteriosa y embrujadora esencia lírica, que no se parecían en nada a nada de lo anteriormente escrito en Castellano”.
Juan
Lozano fue hombre de gran cultura, de vasta erudición. Su crítica muestra un
profundo conocimiento de los temas que defiende o que censura. Como crítico
literario descubro a Luan Lozano estricto, agudo, a veces desdeñoso, de pronto
descortés.
Su crítica llega a ser dura, irónica y burlona. Fue benévolo con los
modernistas, punzante con los piededracelistas, como lo podemos apreciar en el
siguiente texto, que analiza el poema “Presagio de amor” de uno de sus máximos
representantes: Arturo Camacho Ramírez.
«Es de imaginar que los piedracelistas
“echan globos” como los empleados públicos y los poetas. En el artículo pasado
se citaba este verso del poeta Arturo
Camacho Ramírez: “Hoy otra vez amor tu lirio exacto - lleno de minerales y sonidos, - con sus
manzanas de furor buscando – el sitio negro de los sacrificios”. El poeta […] fue echando a la olla sin discriminación
alguna, manzanas, lirios, minerales, sitios negros, sin curarse del caldo que
le resultaría. Y así, para los comensales, la poesía […] se nos vuelve una enteritis».
«Tómese de primero, por ser el más
característico de la poesía piedracielista, el cuaderno del poeta Arturo
Camacho Ramírez, llamado “Presagio del amor”. Camacho Ramírez, joven brillante […] y hombre que no es un perturbado, ni un
necio, ni un paranoico, había publicado antes, otro cuaderno de versos titulado
“Naufragios”, la mayoría de cuyos versos es inteligible. Tenía ya entonces
cierta tendencia a la obscuridad; pero últimamente, con ocasión de este festejo
piedracielista, se ha “rematado”, como dicen las señoras».
« “Presagio del amor”
[…] está escrito en romance
endecasílabo, inobjetable como métrica, y salpicado de versos de una sonoridad
y de una pureza deslumbrantes. El poeta está en espera del amor, algo así como
en vísperas de enamorarse; en una situación de presensibilidad semejante a la
del que, por dura experiencia anterior, dice: sospecho que me va a doler una
muela. Y empieza a imaginarse, primero, cómo no va a ser, y luego cómo sí va a
ser el drama. […] pero sucede que, por lo desaconsejado y
abstruso de las comparaciones, el lector se queda como si no hubiese leído el
poema. Es como la conocida adivinanza: ¿En qué se parecen una ballena y un helicóptero? En que ninguno de
los dos es un cepillo de dientes».
«”Que yo estoy lleno de luceros agrios – sobre los caracoles de mi
grito. Que estoy sobre la tierra como un hombre en alta soledad de su vestido”.
[…] “Entre duros océanos
me mando y hacia islas ahogadas me dirijo”. […]”No era la muerte como
pez redondo”».
«Como se ve, […] todo esto es absurdo,
como la parla de un loco; y a nadie que tenga dos dedos de frente le pueden
hacer tragar este crucigrama por poesía».
«¿Es
Camacho Ramírez un caso perdido? En manera alguna. Quien tiene capacidad tan
admirable para imaginar, llevará siempre en sí la fibra auténtica de la poesía ».
“Jardin
de Candido” es una referencia obligada, infaltable en toda mención que se haga
de su vida. Por muchos años estuve atento a esa columna, por décadas la leí El
Tiempo. Pero, ¿quién era Cándido? ¿De dónde lo sacó Lozano? Cándido es el
protagonista de un cuento bastardo de Voltaire –bastardo porque no quiso al
parecer reconocerlo-. Un personaje optimista frente a los horrores del mundo,
en un jardín que hay que cultivar a pesar de esos horrores.
De mi experiencia con
esas columnas, puedo afirmar que todo cabía en “El Jardín de Cándido”, de lo
serio a lo triste, de lo ligero a lo grave, de lo científico a lo político, de
lo histórico a lo anecdótico, de lo crítico a lo humorístico, de lo lisonjero a
lo antipático.
Sobre
los dientes, por ejemplo, escribió en ese Jardín Lozano:
“De
todos los bienes y privilegios de la vida –decía Cándido- no habría pedido yo a
Dios ni excelencias intelectuales, ni atributos físicos sobresalientes. Una
cosa le habría pedido: una bella dentadura. Unos dientes sanos, fuertes,
brillantes, ligerísimamente marfileños, engastados en unas encías firmes y
rojas, apenas perceptibles. No hay elemento del cuerpo humano que pueda dar más
fe en la propia actividad, más dominio de sí mismo, más poder de influencia
sobre los demás, mayor sensación íntima de alegría, de salud y de fuerza”.
.
Esa
columna da, también, cabida a asuntos más serios, como este, en que nos da sus
impresiones sobre la política:
“No hay que preocuparse por las miserias de la política,
decía Cándido. La política es actividad pública, actividad que está a la vista
de todos los ciudadanos; y por esto todo el mundo advierte en ella esa parte
sucia, pequeña y miseranda que es inherente a todas las instituciones humanas;
más aún, que es necesaria para la supervivencia de todas las instituciones
humanas. La política es una casa cuyas letrinas están colocadas a la entrada;
pero es una bella casa, ocupada por las más altas y nobles preocupaciones del
espíritu. Lo que hiere inmediatamente la imaginación popular es lo que está
adelante en el mundo político; la intriga, el fraude, la hipocresía, la
demagogia, el burocratismo, el contratismo, la adulación, la violencia.”.
Al día de los difuntos también le dedica unas cuartillas en “El jardín de Cándido”:
“Una
multitudinaria romería silenciosa se acerca en fecha como ésta a los
cementerios, a refrescar su ofrenda de flores y plegarias sobre los túmulos
amados. […] Cada ser tiene un pedazo de su vida
deshecho y transformado en la tierra de los camposantos; cada uno de los
muertos en parte sobrevive en otras vidas. El dos de noviembre es una fecha
para recogerse y meditar en la patria, como una colaboración de vivos y de
muertos en una atmósfera laboriosa de memorias”.
Juan Lozano partió de este mundo el 14 de noviembre de 1979, vivió hasta el final en su casa campestre de Suba, “Provenza”, llena de libros, y de un ambiente y una naturaleza propicios para la reflexión.
Despidámonos
de esta evocación con un poema:
SILENCIO (De “POESÍA DISPERSA”)
La noche está como jamás tupida.
Salgo, y contigo en el balcón me acodo.
Tú hablas con fe del porvenir, en modo
de atenuarme el dolor de la partida.
Mas yo presiento la visión temida:
el tren que arranca y el primer recodo,
y humo en el horizonte… Y temo todo
lo que se teme en una despedida.
Dices: ¡Valor! Más la emoción de duelo
nos embarga y callamos. No cintila
ninguna estrella en la extensión del Cielo.
Y hay un silencio tan profundo, tanto,
que escucho desbordar de tu pupila
la humedad invisible de tu llanto.
* Juan
Lozano murió el 14 de noviembre de 1979, y este ensayo fue leído por su autor en
octubre del 2012, en la casa del
Departamento de Nariño en Bogotá D.C., en el marco del XIX Récord Nacional e
Internacional de Poesía.
LUIS MARÍA MURILLO SARMIENTO MD
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