INTRODUCCIÓN
Solemos intuir en la
investigación científica un fin filantrópico y un ideal animado por el bien,
sin embargo, ahondar en la historia de la ciencia, que con sus adelantos nos
deslumbra, conlleva descubrir que la investigación científica muchas veces con
la ética ha sido desdeñosa. En su afán de conocer la humanidad ha faltado a la
escrupulosidad, ha sido poco sensible y hasta despiadada.
La euforia por los grandes
descubrimientos que han provisto el progreso de la medicina nos
embriaga de tal manera que pasamos por alto las circunstancias en que se
forjaron. Pero deberíamos pensar que buena parte de nuestro bienestar reposa en
el sacrificio involuntario de seres humanos que fueron expuestos y
martirizados en pos de las conquistas.
Los tiempos cambian, con
ellos el saber, las costumbres y hasta la apreciación moral de la conducta.
¿Cuántos abusos no habrá cometido el hombre en pos de un conocimiento con fines
altruistas? Los cambios de hábitos y paradigma hoy nos hacen juzgar con
severidad muchos sucesos precursores, siglos atrás, de nuestros adelantos
médicos.
Las características
peculiares del entorno político, social y científico mitigan en parte las
faltas, pero dejan cierto sabor amargo al imaginar el trato indolente que
recibieron los sujetos pasivos de las conquistas de la ciencia. No es fácil
juzgar cuando cambiamos el entorno, haciendo que nuestro juicio se trasporte
con el conocimiento actual a sucesos acaecidos en épocas tan diferentes que ya
vemos lejanas, empero, toda reflexión que hagamos de la conducta humana deja
lecciones aplicables al presente y a la posteridad.
De todas formas si aceptamos
que el perjuicio causado por las investigaciones no puede desligarse de la
motivación que las respalda y de la intencionalidad del daño, podremos admitir
que mucho va de la investigación con fin filantrópico al ensayo monstruoso característico
de la Alemania nazi. Estos experimentos serán
siempre referencia obligada, para muchos la única, de la investigación
practicada sin restricciones éticas. Pero no fue la primera, tampoco fue la
última.
La intención marca una clara
diferencia moral, independiente de ello, hacer del sujeto investigado un simple
medio para alcanzarla se constituye en falta. El fin y el medio son, en
consecuencia, cruciales en el análisis de los casos que voy a presentar.
De una parte, sin claro
interés malévolo, pero sin la consideración debida, se han llevado en el mundo
y en todas las épocas infinidad de experimentos en los que sus máculas solo el
ojo avizor de la ética deja al descubierto. Vale la pena conocerlos como
elementos aleccionadores, y sin tener, por ello, que derribar de su pedestal a
los hombres que con justicia han sido encumbrados por la historia y por la
medicina.
De otra parte existe el
experimento siniestro en sus fines y en sus medios, en el que la maleficencia
es el principio que lo encauza. Este sí, absolutamente en todo condenable. Lo
encarna la experimentación nazi con su misantropía.
Con los experimentadores nazis
la investigación alcanzó un grado de ilicitud y de crueldad insuperable. Ellos
rebasaron todos los límites de lo permitido y todo perjuicio imaginable. No
fueron los únicos, tampoco los pioneros. Sí los que en más grande escala la
efectuaron. Esa fue su defensa, en Núremberg. Allí expusieron ensayos que
muchos años atrás los precedieron.
Los errores y las infracciones
se han conocido por la suspicacia de la prensa, pero también por las alarmas
que provinieron desde el mundo médico; de esa voz crítica que purifica la
disciplina desde adentro. Jean Heller y Eileen Welsome representan la
primera, el doctor Henry Beecher (1904-1976) la segunda.
Este anestesiólogo, profesor
de Harvard, describió en “Ethics and Clinical Research” (New England
Jornal of Medicine, de junio de 1966) conductas que en 22 experimentos
habían violado requisitos éticos; el consentimiento y el derecho de los sujetos
investigados a recibir tratamiento, por ejemplo. Sus colegas lo criticaron al
considerar que su artículo hacía parecer como proceder general lo que era una
excepción. Adalid del consentimiento informado y de pautas para la
experimentación fue objetado, elogiado, desacreditado y respaldado; y es
ejemplo de las tantas preocupaciones que han contribuido al avance de la
bioética.
Los juicios no son fáciles.
Juzgar los aciertos y los errores de la ciencia, no es tarea menuda. No todo es
tan manifiesto y tan sencillo como en el holocausto nazi. En esta tarea, le
corresponde a la ética el análisis aleccionador, que ante todo previene.
Valgámonos, entonces, de los
casos que he incluido en este documento para realizar el ejercicio que nos
permita diferenciar entre lo incierto y lo evidente, entre lo sencillo y lo
complejo, entre lo reprochable y lo justificable, y que nos lleve a sacar
lecciones prácticas de tantas experiencias.
LOS EXPERIMENTOS DEL PADRE DE
LA GINECOLOGÍA MODERNA
Los experimentos del
considerado padre de la ginecología moderna, James Marion Sims, son razón de
júbilo para la medicina, pero también motivo de controversia ética.
El
afamado médico estadounidense vivió entre 1813 y 1883, y fue uno de los
más importantes cirujanos de su siglo. De la trascendencia de sus innovaciones
dan cuenta los elementos y técnicas que perpetúan su nombre. La posición de
Sims, el espéculo de Sims, y particularmente su exitosa técnica quirúrgica para
la corrección de las fístulas vésico-vaginales.
Los partos difíciles de
aquélla época fueron causa habitual de este tipo de fístulas, que no
encontraban reparación posible pese a los intentos reiterados. Empeñado
en descubrir la cura, Sims invirtió sus recursos en conseguir una docena
de negras aquejadas de tal padecimiento. Construyó una enfermería y practicó un
centenar de intervenciones. Una sola esclava, Anarcha, soportó treinta
procedimientos. El éxito coronó su empeño. En 1849 su ensayo concluía, cuatro
años después de haberlo comenzado. Con una nueva sutura de hilos de plata había
conseguido derrotar las recurrentes infecciones. Entonces, en 1852, cuando el
éxito estaba asegurado, comenzó a intervenir pacientes blancas, auxiliado,
además, por la anestesia.
No debemos, ni siquiera,
preguntar por qué en época de esclavitud fueron las de la experimentación
pacientes negras. Pero al menos dolor no hubieran soportado. Fue este motivo de
reproche. De todas maneras juzgar no es cosa fácil. Sims, se dice, les
administraba opio a las esclavas al final de las intervenciones. La anestesia,
en 1846 apenas descubierta, no era, entonces, una técnica suficientemente
conocida y aceptada. Treinta intervenciones en una sola enferma y en tales
condiciones, y el sometimiento a Infecciones que pudieron poner a las pacientes
al borde de la muerte, dejan, sin embargo, en entredicho la humanidad de la
experiencia.
Pero admitamos que
desdibujados por el tiempo surgen debates bioéticos en torno de datos
imprecisos. El principio de autonomía es muy moderno, ¿pero contaría Sims con
la voluntaria aceptación de las esclavas? Porque bastaba entonces el
consentimiento dado por los amos. De todas maneras parece que la fuerza brutal
fue necesaria para dominar a las negras en las intervenciones. Son evidentes el
abuso y la discriminación, pero a nuestros ojos, reacios a toda servidumbre;
acostumbrados a un mundo libre y no de esclavos.
La condenación de Sims
no la pretendo, por el contrario, trato de entender sus circunstancia y su
tiempo. Su corazón, se afirma, lo acercó a los pobres y lo llevó a
realizar obras piadosas. Debió existir, por tanto, buena intención en sus
motivos.
Pero en esta era de ciencia y
de bioética, no solo interesan de los genios las victorias, también la
condición moral de las acciones; con ánimo aleccionador –por supuesto- y no
punible.
DESCUIDOS ÉTICOS DE NEISSER EN
EL ESTUDIO DE LA SÍFILIS
Albert Neisser, famoso médico
alemán, descubridor en 1879 de la Neisseria gonorrhoeae, microorganismo
causante de la blenorragia, también llevó a cabo, en 1872, estudios para el
tratamiento de la sífilis.
Ocho mujeres, entre menores de
edad y prostitutas, hospitalizadas por enfermedades de la piel sirvieron a su
propósito. Neisser, quien era dermatólogo, no contó con el consentimiento de
ninguna.
Animado por el deseo de
obtener una vacuna les inyectó suero de pacientes sifilíticos. Tiempo después
cuatro de las prostitutas desarrollaron la enfermedad. El científico salvó su
responsabilidad aduciendo que no el experimento, sino el oficio de las pacientes,
era la causa de la infección.
Pocos cuestionaron sus
métodos, la academia los respaldaba. Sin embargo, el psiquiatra alemán Albert
Moll abrió un debate. La polémica llevó al gobierno a declarar que en toda
acción médica no terapéutica ni profiláctica debía contarse con consentimiento
del afectado. Aunque no fue una disposición obligatoria, se constituyó en punto
de reflexión importante para la ciencia de la época.
Moll preocupado por las
prácticas alejadas de la ética publicó en 1902 “Ética médica: deberes del
médico en todas las relaciones de su trabajo”, pero el mundo de la medicina
todavía apático a estas reflexiones poca atención le puso a sus consejos.
Dos siglos atrás, cuando aún
nada se sabía de los organismos infecciosos,
y se llegó a confundir la blenorragia con la sífilis, pensando que aquella era
un síntoma de esta, John Hunter, defensor de esta idea, antes que contagiar a
otros con su experimento, se inoculó secreciones uretrales gonocócicas de un
sifilítico, adquirió la lúes y murió de un aneurisma convencido de su
error.
LOS EXPERIMENTOS DE MENGELE Y
LAS ATROCINADES NAZIS
Triste y escalofriante
trasmutación, la de una profesión compasiva y protectora de la vida convertida
en arma criminal de guerra. Tal fue la triste hazaña del doctor Mengele,
experimentador nazi convertido en ‘ángel de la muerte’, y cuyos
rasgos, bien conocidos, nos ilustran la horma de aquellos profesionales que en
una Alemania psicótica dieron la espalda a los deberes médicos.
Sus experimentos, partiendo
del menosprecio por la dignidad humana y la obnubilada creencia de la
superioridad de su raza, trasgredieron todos los límites éticos de la
investigación y se adentraron en el campo de la tortura con ensayos inútiles y
brutales.
Habiendo tramitado su asignación
como médico de campo de concentración, Josef Mengele llegó a Auschwitz
(Polonia) el 30 de mayo de 1943. Tenía el grado de capitán, 32 años y un enorme
interés por experimentar en seres humanos. Allí fue nombrado director
médico del campo de familias gitanas y tuvo entre sus funciones definir la
suerte de los prisioneros recién llegados, cuyo sino pasaba por la cámara
de gas o el suplicio de sus investigaciones.
La brutalidad de los campos de
concentración no talló el aliento sanguinario de Mengele, solo favoreció la
materialización de su temple desalmado, auspiciando las condiciones para el
abuso, la tortura y el asesinato sin cohibición alguna.
Horrorizan las torturas
físicas como sobrecoge el tormento psicológico de las víctimas en aquellos
campos infernales. Las expresiones del holocausto dirigido por Mengele fueron
muchas, pero con unos pocos ejemplos podemos retratarlo.
Su fascinación por gemelos y
deformes llevó a la muerte a varios centenares. Solo el 10% de los gemelos
sobrevivieron a su estudio; al encanto de descubrir sus semejanzas y sus
diferencias en la disección de sus cadáveres. Su placer por las
necropsias implicaba una suerte mortal para sus víctimas. Hijos de brazos de
mujeres asesinadas por orden suya se convirtieron en combustible de los hornos
crematorios o en sujetos para experimentar. Con ellos pudo estudiar los efectos
de la inanición y seguir el agotamiento corporal hasta la muerte.
En aras de investigaciones
fútiles los judíos podían ser amputados; inyectados en las venas o en el
corazón con cualquier tipo de químico, insecticidas, por mencionar alguno;
sometidos a vivisección para medir la resistencia al sufrimiento; o
inyectados en los globos oculares para cambiarles de color los ojos. De hecho
su deslumbramiento por los ojos hizo que muchos de los de sus víctimas hicieran
parte de un especial muestrario. Como los esqueletos deformes de sus inmolados,
que constituían otra colección, con la que podía ilustrar la imperfección
física de los judíos.
Su curiosidad por la médula
espinal dejó a muchos de los prisioneros parapléjicos o cuadripléjicos; y su
curiosidad por el efecto de las bajas temperaturas sobre el cuerpo fue
satisfecho sumergiendo en agua helada a los conejillos humanos de su
experimento.
Las epidemias encontraron en
él la resolución más fácil. La de tifus de1943 fue controlada enviando a 600
enfermas a las cámaras de gas.
Y la Alemania nazi lo
admiraba. De él sus superiores escribieron: “Como médico del campo de
concentración de Auschwitz ha dado uso práctico y teórico a sus conocimientos
ayudando a luchar además contra grandes epidemias con prudencia, perseverancia
y energía, y a menudo en condiciones muy difíciles. Ha utilizado con gran celo
su propio tiempo libre aportando una valiosa contribución a la ciencia
antropológica. Como médico de la SS goza de gran popularidad y es respetado en
todas partes”.
Veintiún meses, Mengele estuvo
en Auschwitz, de donde huyó diez días antes de que el ejército ruso
liberara el campo. Aunque capturado pocos días después, fue liberado: ignoraban
los aliados su identidad y sus acciones. Ni siquiera en el Juicio de Núremberg
se conocieron sus horrores. Tras de la guerra Mengele vivió en Argentina y
Paraguay, y murió en Brasil en 1979. Perseguido sí, pero habiendo vivido más de
tres décadas de impunidad.
Aunque Auschwitz y Mengele son
el símbolo de la barbarie nazi, aquel campo y aquel criminal están lejos de ser
responsables de todos los horrores. Auschwitces y mengeles, en el Tercer
Reich, hubo en exceso. Unos campos eran asiento de experimentación –los de
concentración-, los otros se llamaban de exterminio. En la realidad ambos lo
eran. Solo que en estos la esperanza de vida se contaba en horas o en minutos,
pues a ellos llegaban los prisioneros para ser ejecutados. Aunque las
principales víctimas fueron los judíos, también gitanos, homosexuales,
comunistas y prisioneros de guerra fueron objeto de experimentación
inhumana.
En Polonia existieron a más de
Auschwitz, los campos de exterminio de Treblinka y Majdanek. En Alemania, los
campos de concentración de Neungamme, Dachau, Buchenwald
y Ravensbrueck.
En Dachau, en busca de la
vacuna contra la malaria y de tratamientos contra la enfermedad, un millar de
prisioneros fueron contagiados. La mitad murió.
En Buchenwald, Carl Vaernet
convencido de que podría encontrar la cura de la homosexualidad ensayó con
hormonas, con la castración y la amputación del pene, y con la implantación de
una ‘glándula artificial’ que no dio resultado, pero terminó con la vida de los
homosexuales.
Buchenwald fue también
escenario de estudios contra el tifus. Noventa por ciento de los prisioneros
inoculados para mantener viva la rickettsia fallecieron. La suerte de los otros
fue variable. Unos recibieron vacunas y medicamentos experimentales, y fueron
infectados para probar la efectividad de la medida; otros, como grupo
control, fueron contagiados y se les dejó sin tratamiento. Fiebre amarilla,
cólera, difteria y viruela fueron, en Buchenwald, objeto de investigaciones
semejantes.
Allí también se experimentaba
con venenos. Administrados en los alimentos, se esperaba la muerte del sujeto
investigado para practicarle una reveladora autopsia.
Ravensbrueck fue campo de
estudio de las sulfamidas. Para determinar su efectividad se les provocaba
heridas a los prisioneros, se las contaminaba como las heridas del campo de
batalla y se les inoculaban los bacilos tetánico y de la gangrena. Otros
ensayos en este campo de concentración fueron los encaminados a la regeneración
de tejidos. Los prisioneros eran sometidos a extracciones sin anestesia de
hueso, músculos y nervios. Unos morían, otros quedaban mutilados.
En el campo de
Natzweiler, en Francia (como en el alemán de Sachsenhausen) la
experimentación se realizó con sustancias vesicantes como el gas mostaza
y la lewisita, productoras de graves y extensas lesiones ampollosas en la piel
y las mucosas. Estos químicos, usados como arma de guerra, fueron objeto de
investigación para determinar el mejor tratamiento de los daños causados a la
tropa.
En Austria existieron los
campos de concentración de Mauthausen y Gusen. El primero fue conocido como “el
campo de los españoles”, por la concentración de republicanos que habían
luchado contra Franco. Allí el médico Aribert Heim, apodado el “Doctor Muerte”,
o el “Carnicero de Mauthausen” aplicaba a sus víctimas inyecciones letales en
el corazón.
En los investigadores nazis
primaba el interés de conocer la tolerancia del organismo humano a condiciones
lindantes con la muerte, así se estudiaron los efectos tóxicos y las dosis
letales de medicamentos; la resistencia al hambre extrema para conocer, en las
autopsias, sus efectos sobre el hígado y el páncreas; la tolerancia del
organismo a las temperaturas bajas, observando las consecuencias de la
congelación del cuerpo; y se practicaban, sin anestesia, amputaciones de
miembros, trasplante de órganos y trepanaciones del cráneo para observar sus
características anatómicas y para extraer el cerebro a personas conscientes
durante el atroz ensayo. La obstinación por los hallazgos post mortem de los
efectos que provocaban con sus experimentos fue constante en los investigadores
alemanes.
Otra obsesión del régimen, fue
la esterilización, como parte de sus planes eugenésicos, y llevó a cientos de
miles de retrasados, enfermos mentales y personas con deformidad o
discapacidad a la esterilización sin su consentimiento, contra su voluntad y
por la fuerza. En esta área tristemente sobresalió el doctor Carl Clauberg, con
experimentos en Ravensbrück y en Auschwitz. Se buscaba el método más rápido y
sencillo para aplicar masivamente. Radiaciones, sustancias tóxicas parenterales
e intervenciones quirúrgicas hicieron parte de los experimentos.
Los estudios sobre la
hipotermia antecedieron a Mengele. Los inició la Luftwaffe en 1941, y los
tuvieron a cargo los comandantes de Dachau y Auschwitz bajo la
supervisión de Sigmund Rascher. Los prisioneros eran expuestos desnudos a
temperaturas bajo cero o sumergidos por horas en agua helada. Entonces se medía
la temperatura del agua, la del cuerpo al retirarlo y al momento de morir; y se
contabilizaban el tiempo de inmersión y el que tardaba en presentarse la
muerte. Como el restablecimiento de la temperatura corporal también revestía
primordial importancia, dada la exposición de las fuerzas alemanas a un clima
inclemente en el frente oriental, la forma de resucitar los cuerpos expuestos a
temperatura extrema constituyó otra fase del experimento.
Otro estudio de la fuerza
aérea alemana fue sobre los efectos de la altitud en los pilotos, para ello los
prisioneros eran recluidos en cámaras de baja presión, en las que
convulsionaban y morían; cuando no, se les podía practicar en vivo la disección
de su cerebro. Sigmund Rascher fue el médico responsable de estos experimentos,
algunos realizados conjuntamente con Mengele.
Rasher, sin embargo, a pesar
de su apego al régimen, fue ejecutado en el mismo campo de Dachau por engañar a
Himmler. Sus hijos eran de su criada y de no su mujer, aria, de raza superior…
pero infecunda.
Muchos de
los autores de las violaciones fueron capturados y sometidos a juicio: Muchos
escaparon. Doce juicios se llevaron a cabo por crímenes de guerra en Núremberg,
la zona de ocupación norteamericana. Veintitrés personas, veinte de ellas
médicos, fueron juzgadas por experimentos con enfermos en hospitales y con
prisioneros en campos de concentración sin su consentimiento, tratos crueles,
tortura, homicidio y genocidio. Pocos –cinco- fueron absueltos y uno liberado;
los demás recibieron penas que oscilaron entre la pena de muerte –siete-, la
cadena perpetua y sentencias a varios años de prisión. Mengele, sin embargo, en
ese momento pasaba para el mundo desapercibido.
SHIRÕ ISHHI Y LA
BARBARIDAD JAPONESA
Aunque menos conocidos que los
experimentos alemanes del tercer Reich, los llevados a cabo por los japoneses
durante las guerras sini-japonesa y del Pacífico (1937-1945), son igual de
abominables.
Un espíritu
tan diabólico como el de Mengele estuvo al frente de aquellas experiencias.
Encarnó en Shirõ Ishii,
militar, médico y microbiólogo, que dirigió la sección de guerra biológica del
ejército de Kwantung. A cambio de judíos, los japoneses de Ishhi contaron con
prisioneros chinos, rusos, estadounidenses y europeos; y convirtieron en supremacía
racial japonesa la supremacía racial alemana que por aquella misma época se
proclamaba en el otro extremo de la Tierra.
Los campos
de concentración nazi tuvieron su equivalente japonés en los Escuadrones y sus
centros de operaciones. El Auschwitz de Ishii fue el Escuadrón 731con todas sus
filiales. Los experimentos, más que eso, fueron, como los de los alemanes,
actos de ferocidad inigualable. Practicaron en sus víctimas vivisecciones,
inoculación de enfermedades, extirpación de órganos (cerebro, hígado, estómago,
pulmones) en vivo y sin anestesia, amputaciones, experimentos de hipotermia y
congelamiento, inyección de aire en las arterias, pruebas de inanición, pruebas
con armas químicas en cámaras de gases, estudios de tolerancia a la asfixia, entre
las muchas barbaridades que hacía destellar la imaginación asesina.
Entre tanto
sus armas biológicas (cólera, carbunco, peste bubónica, tuberculosis, viruela,
botulismo) causaban enorme mortandad en las unidades de experimentación, en los
campos de batalla y en la población civil.
Los juicios
de Núremberg para los criminales japoneses fueron los juicios de
Jabárovsk, en Rusia, en 1949, llevados a cabo tras el fin de la Guerra
Mundial. Sin embargo la mayoría de los responsables se salvaron del castigo. Ni
siquiera Ishii fue imputado. Había sido arrestado por los estadounidenses, pero
los Estados Unidos evitaron la revelación y la condena de sus atrocidades a
cambio del conocimiento obtenido en sus experimentos de guerra biológica. Su
valor se estimó inapreciable, pues se dijo que eran irrepetibles en razón de
los impedimentos morales.
La
información recaudada por Ishii le dio inmunidad hasta su muerte, que fue en
1959, cuando un cáncer apagó su vida
A diferencia
de Núremberg en Jabárovsk todos los médicos fueron amnistiados.
La moral fue
trasgredida y la justicia burlada.
EL
EXPERIMENTO TUSKEGEE
Oculta de la mirada del mundo,
en otro sitio del planeta, casi concomitante con las iniquidades del Tercer
Reich, otra investigación perturbadora se llevaba a cabo. De nuevo, como en los
tiempos de Marion Sims, los negros eran objeto de abuso y discriminación.
Campesinos
norteamericanos negros, pobres y analfabetos fueron engañados en un experimento
financiado por el gobierno federal para observar los efectos de la sífilis sin
tratamiento y adquirir, así, un mejor conocimiento de la enfermedad para
alcanzar su cura.
En 1932 se inició el ensayo en
la ciudad de Alabama que le dio su nombre. Cuatro centenas de negros
participaron en el "Estudio Tuskegee sobre sífilis no tratada en varones
negros". La observación de pocos meses y el tratamiento ulterior
propuestos por el doctor Taliaferro Clark terminó prolongándose por años. Los
escrúpulos éticos alejaron a Clark del proyecto un año después de haberse
comenzado.
A los pacientes se les ocultó
el diagnóstico tras la vaga información de una enfermedad que comprometía la
sangre y se les ofreció para captarlos el tratamiento gratuito del gobierno.
Nunca lo recibieron. Ni al comienzo, cuando el tratamiento de la sífilis era
tóxico y de dudosa efectividad, ni años después -final de la década de los
cuarenta-, cuando la penicilina ya era utilizaba masivamente para tratar la
sífilis.
A los sujetos del experimento
se les ocultó el remedio condenándolos a las graves consecuencias de la
enfermedad. Inmutable la investigación siguió adelante fiel al propósito de
observar el desenlace natural de la infección. Desenlace que terminaba con la
muerte. Solo concluyó el experimento con el escándalo periodístico, cuatro
décadas después de su comienzo.
El investigador científico
Peter Buxtun, desoído en sus reclamos éticos, alertó a la prensa, y el
periodista Jean Heller denunció los hechos en la edición del 25 de julio de
1972 del New York Times, El Congreso de los Estados Unidos ordenó
suspender el experimento, pero entonces, de los 399 pacientes solo 74 aún
sobrevivían. Habían muerto 128 por la sífilis o sus complicaciones; de las
esposas, 40 se habían contagiada; y de los hijos, 19 adquirieron la sífilis congénita.
Esta perversa aplicación de la
ciencia, con ocultamientos, negligencia y engaños, que llegó a ser calificado
como "la más infame investigación biomédica de la historia de los Estados
Unidos", no fue sin embargo, para los investigadores, motivo de
cuestionamiento moral. Uno de ellos, el doctor John Heller, director del
experimento por varios años afirmó: “La situación de los hombres no justifica
el debate ético. Ellos eran sujetos, no pacientes; eran material clínico, no
gente enferma”. El estudio debía concluir hasta que todos los paciente murieran
para hacerlos objeto de reveladoras autopsias.
La respuesta ética al
experimento Tuskegee fue el informe Belmont.
CASO WILLOWBROOK Y LOS SUJETOS VULNERABLES
La escuela estatal de
Willowbrook, en Nueva York, que existió hasta los años 80 del siglo XX, fue una
institución para niños con retraso mental, que a fuerza de escándalos adquirió
notoriedad.
Se vivían, entonces, años de
grandes avances en el estudio de la hepatitis viral, y las ansias de nuevos
descubrimientos perfectamente rebasaban en su rauda carrera las consideraciones
éticas.
Las deficientes condiciones de
salubridad de la escuela fueron propicias para la alta incidencia de la
enfermedad, y esta, a su vez, para experimentar un nuevo tratamiento. Fue así
como bajo la dirección del doctor Saul Krugman (1911-1995), profesor de
la facultad de medicina de la Universidad de Nueva York, se llevaron a
cabo entre 1955 y 1970 varios estudios sobre la enfermedad. Uno de ellos tuvo
por finalidad probar la efectividad de una inmunoglobulina. El Departamento de
Higiene Mental del Estado de Nueva York lo aprobó y la Sección de Epidemiología
de las Fuerzas Armadas lo patrocinó.
Convencido, Krugman, de que
podría dar solución al problema sanitario de la escuela, obtuvo gammaglobulina
de la sangre de pacientes con hepatitis. Tenía la firme creencia de que podría
proteger de la enfermedad a quienes previamente la recibieran, y de que podría,
además, inducir una inmunidad prolongada.
Setecientos menores
participaron en el experimento. Un grupo lo constituyeron los estudiantes
antiguos, otro los recién llegados. Del primero, unos recibieron anticuerpos
protectores, los demás no, luego actuaron como controles. Los recién llegados a
la escuela fueron inyectados con los anticuerpos, y un subgrupo de ellos,
inoculados con el virus a través de malteadas contaminadas con materia fecal de
estudiantes enfermos de hepatitis.
Los niños protegidos con la
inmunoglobulina efectivamente tuvieron una forma atenuada de hepatitis A. Los
investigadores descubrieron, además, que en la escuela había dos formas de
hepatitis, la A y B -ya diferenciadas por F. O. MacCallum en 1947-, y que los
virus causantes de cada una eran diferentes.
Surgieron cuestionamientos al
estudio, pero el éxito minimizó sus fallas. Los reparos éticos fueron
atenuados. Emplear en un experimento retrasados mentales, a quienes reconocemos
como vulnerables, desagradó. No se escogieron por discapacitados, explicaron:
su selección tuvo que ver solamente con la alta incidencia de hepatitis de la
escuela. Hubo consentimiento informado, lo padres conocían los riesgos, se dijo
en la defensa. Lo hubo, sin lugar a dudas, pero incomodó que no fuera
voluntario, pues fue condición para conceder el cupo escolar al estudiante. Se
argumentó que riesgo suplementario no existía, porque con o sin
inoculación experimental igual iban los nuevos alumnos a enfermarse. Claro que
el riesgo de contraer la enfermedad era elevado, pero no tenía por qué llegar
al 100%. Tenemos que admitir que no todos los que enfermaron por el experimento
hubieran enfermado espontáneamente. La inmunización, a Dios gracias, funcionó.
¿Será eso todo lo que cuenta?
Alcanzo a adivinar en el
doctor Krugman buenas intenciones, lejos su proceder de la conducta malvada.
Afortunada su suerte que coronó con éxito el estudio; que le hace a la
humanidad deberle parte de su bienestar.
La hoja de vida de Saul
Krugman va más allá del caso Willowbrook. Su demostración de que la
hepatitis A o ‘infecciosa’ de transmisión fecal-oral y la B o ‘sérica’
trasmitida por sangre, secreciones y relaciones sexuales, eran causadas por dos
virus inmunológicamente diferentes fue ampliamente reconocida. A ello se suma
su descubrimiento de que el suero de portadores crónicos de la hepatitis
tratado con calor podía inducir anticuerpos en personas sanas, hallazgo que
condujo al desarrollo de la vacuna contra la hepatitis B. Una de las varias
vacunas contra enfermedades virales que lo tuvieron a él como protagonista. Se
explica así el premio Lasker de Medicina que le confirieron en 1983 y su
ascenso, en 1972, a la presidencia de la Sociedad Americana de Pediatría.
Sin embargo si otro hubiera
sido el sino de sus experimentos, y graves daños hubieran sufrido por falta de celo
los sujetos de sus investigaciones, otra sería su fama y otro el recuerdo de
sus ensayos.
EXPERIMENTOS CON PLUTONIO
Los atropellos en el marco de
la experimentación científica no se contuvieron con la condena universal de las
barbaridades nazis. Diré, más bien, que pasó la experimentación de la intención
criminal a la osadía moral. Dejó de tener la aniquilación entre sus objetivos,
pero siguió violando gravemente la dignidad del hombre. Siguió existiendo, por
desgracia, una historia subterránea, que por vergonzosa no reposa en sus anales
de la ciencia, sino en las páginas escandalosas de los diarios, que pusieron la
vergüenza al descubierto. Tan irrefutable como para que este mea culpa
tenga cabida:
“Miles de experimentos patrocinados por el gobierno fueron llevados a cabo
en hospitales, universidades y bases militares en todo nuestro país. Algunos
fueron poco éticos, no solo por estándares de hoy, sino por las normas de la
época en que se llevaron a cabo. Fallaron tanto los tejidos de nuestros valores
nacionales como los tejidos de la humanidad. Los Estados Unidos de América
ofrecen una disculpa sincera a nuestros ciudadanos que fueron sometidos a estos
experimentos, a sus familias y a sus comunidades”.
Era el 3 de octubre de 1995, y
el presidente Clinton daba con estas palabras testimonio de que después de
Mengele, y en un mundo libre y democrático, respetuoso, por ley, de los
derechos humanos, aún seguían cometiéndose flagrantes violaciones en nombre de
la ciencia.
Fueron miles de experimentos
secretos, unos cuatro mil, los que hicieron ruborizar a la administración
estadounidense. Comenzaron en 1944, se llevaron a cabo durante tres décadas y
fueron patrocinados por el mismo gobierno.
Su necesidad surgió con el
proyecto Manhattan que desarrolló la bomba atómica. Resultó ineludible tras
salpicaduras por material radioactivo y otros accidentes sufridos por los
trabajadores del proyecto, conocer el comportamiento de la radiación en el
cuerpo humano.
Durante varios días después de
tragar accidentalmente plutonio, y a pesar del lavado gástrico
practicado, el aliento del químico Don Mastick aún movía las agujas del
contador de radioactividad, y se dice que varios años después su orina siguió
siendo radioactiva.
Preocupado con el accidente de
Mastick, el médico encargado de la seguridad de los trabajadores en el
laboratorio de Nuevo México, Louis Hempelmann, sugirió entonces -agosto de
1944- a Julius Robert Oppenheimer, director del proyecto Manhattan, el
desarrollo de un método para medir los niveles de plutonio en el organismo.
Oppenheimer autorizó el estudio. Debía hacerse en animales y eventualmente en
humanos. Así nació la experimentación que finalmente lamentó el presidente
Clinton.
Los experimentos
concluyeron en 1974, y hubieran pasado desapercibidos si la
periodista Eileen Welsome no los descubre accidentalmente 13 años después
de terminados.
Fue un mismo proyecto con
múltiples ensayos llevados a cabo en varios hospitales y universidades del país
que tuvieron en común la administración de isótopos radioactivos a los sujetos
de experimentación violando su autonomía. Tras ello se midieron los niveles de
radioactividad en diferentes muestras y secreciones, en la orina, lo más
habitual, pero también en fragmentos de tejidos, y en últimas, en restos
exhumados.
La mejor documentada de las
violaciones fue la que descubrió Welsome, de 18 enfermos supuestamente
terminales que recibieron plutonio sin su conocimiento, ni su
consentimiento, con el fin de establecer la velocidad de eliminación de
plutonio del cuerpo. El experimento se llevó a cabo de abril de 1945 a
julio de 1947 en el Oak Ridge Hospital de Tennessee (1 paciente), la
Universidad de Rochester (11 pacientes), la Universidad de Chicago (3
pacientes) y la Universidad de California (3 pacientes).
La periodista Eileen Welsome
contratada como cronista de barrio por el Albuquerque Tribune, un pequeño
periódico vespertino, se encontró, con la chiva, y sin buscarla, en un
estropeado archivo, en la base Kirtland de la Fuerza Aérea. Otra era la razón
de su visita a esa base que había sido parte del proyecto Manhattan más de
cuatro décadas atrás.
La nota descubierta revelaba
la inyección de plutonio a las 18 personas mencionadas. Welsome siguió la
pista, entrevistó personas, hizo peticiones, estudió documentos y reconstruyó
la escandalosa historia. Los claves CHI- 2, HP-9, CAL- 3, y muchas más, se
convirtieron con su empeño en nombres de seres reales. El código CAL
correspondía a pacientes de California, CHI a los de Chicago.
CAL-3 fue el primer paciente identificado, era Elmer Allen, muerto en 1991,
y la decimoctava víctima. Entró al proyecto el 18 de julio de 1947.
La víctima más joven, codificada como CAL-2, fue un niño australiano,
Simeon Shaw, de 5 años, trasladado de su patria a California para recibir un
supuesto tratamiento filantrópico para un cáncer óseo. Realmente recibió una
inyección experimental de plutonio y un año después murió en Australia. Ni sus
médicos australianos fueron informados de la radiactividad que el menor llevaba
dentro.
Se escogieron pacientes
terminales, pero ni siquiera esto fue suficientemente documentado, al punto que
pacientes sin esta condición fueron incluidos en el estudio y vivieron varios
años bajo los efectos de la radiación.
El albañil negro Ebb Cade fue
el primer conejillo en este experimento. Fue inyectado con plutonio el 10 de
abril de 1945 en el Hospital Militar de Oak Ridge. No tuvo idea de qué se
trataba ni para qué servía la inyección administrada. Quiso su doble mala suerte
que un grave accidente automovilístico lo llevara a pedir asistencia donde no
debía; y que por error se confundiera con los enfermos terminales buscados para
el estudio. La condición de paciente terminal era la aconsejada por el
proyecto, a fin evitar a los sujetos el largo sufrimiento que podrían implicar
el cáncer y otros efectos de la radiación. Su sangre, sus secreciones, muestras
de sus huesos y hasta más de una docena de dientes que le fueron extraídos
fueron objeto del análisis. Cade murió ocho años después, aunque no por efectos
de la radiación.
Wellsome descubrió la mayoría
de las identidades, -le faltó la de CHI-3-, sus edades, la fecha de la
inyección del plutonio… la fecha de muerte. Fue un trabajo exigente, demorado,
realizado solo en horas libres, con muchos intermedios, y que solamente
recibió el impulso definitivo en 1991, cuando el periódico le permitió trabajar
casi exclusivamente en el proyecto. El epílogo fueron tres entregas que
comenzaron a aparecer en el Albuquerque Tribune el 15 de noviembre de 1993, con
revelaciones que retumbaron por todo el planeta.
Tras la denuncia el presidente
Clinton creó una comisión para investigar los hechos, y se descubrió que no
habían sido 18 los sujetos vulnerados. Se contaban por miles, pues fueron
muchos los estudios realizados. Algunos con rayos X, otros con uranio, otros
con yodo radioactivo; unos con niños retardados, administrándoles leche
radioactiva; otros con embarazadas, administrándoles, como a 829, en Tennesee,
hierro emisor de radiaciones. Cáncer, malformaciones y muertes se contaron en
el desenlace de la investigación.
El comité asesor del
presidente Clinton determinó una indemnización para los sobrevivientes o
sus familiares. No la recibieron todos, pues la ausencia de registros que
documentaran el abuso impidió beneficiarlos. El dinero, como es habitual en
este mundo, sosegó las conciencias y las penas.
En 1994, seis años después de
su descubrimiento en la base Kirtland, Eileen Welsome recibió el Premio
Pulitzer. Su serie en el Albuquerque Tribune: "The Plutonium
Experiment" o “Historias que relatan las experiencias de civiles
estadounidenses que fueron utilizados, sin saberlo, en experimentos del
gobierno con plutonio hace casi 50 años", había sido laureada.
Pese al boom de la
publicación, el Albuquerque Tribune un día de febrero del 2008 dejó se
circular. Welsome, en cambio, siguió con su trabajo, y en 1999 publicó el libro
“Los archivos de plutonio”, que puso al descubierto nuevos experimentos y más
revelaciones.
VIOLACIONES ÉTICAS, UN LISTADO
INTERMINABLE
Los casos presentados son
reducida muestra de todas las trasgresiones que reúne la literatura; por
lógica, inferiores a las cometidas. Fácilmente el espectro puede
acrecentarse.
Hubiera
podido detenerme, también, en la inoculación de prisioneros, en Filipinas en
1906, con el vibrión colérico; o con plasmodium, en reclusos en 1942, para
estudiar el paludismo; o en el estudio en mujeres embarazadas, en Vanderbilt,
con hierro radioactivo, para conocer sus efectos en ellas y en los fetos; o en
el de yodo radioactivo en gestantes, en Iowa, para adquirir detalles de su paso
por la barrera placentaria al estudiar los fetos abortados; o en la
administración de uranio radioactivo en Rochester (1946), por la simple
curiosidad de conocer la dosis lesiva a los riñones; o en la inyección, en los
años cincuenta, en Brooklyn y en Ohio, de células cancerosas a presos, ancianos
y mujeres negras para estudiar la respuesta inmunológica; o en la Operación
MKUltra, investigación secreta de la CIA, en plena guerra fría, para el lavado
de cerebro y controlar la mente humana, con drogas alucinógenas, radiación,
estimulación eléctrica y multitud de fármacos.
Detenerme
hubiera hecho el recuento interminable.
HITOS EN LA CONSOLIDACIÓN DE UN MARCO ÉTICO
Violaciones tan flagrantes
hicieron reaccionar al mundo y tras el rechazo hubo una respuesta normativa que
abarcó lo ético como lo jurídico. Hoy el ser humano no está desprotegido. El
mundo está atiborrado de legislación y la ignorancia ya no puede invocarse en
los abusos.
La índole histórica de esta
exposición me obliga a destacar tres documentos, los primeros y más conocidos,
que han puesto marco ético a la investigación en seres humanos. Me referiré,
por tanto, al Código de Núremberg, al Informe Belmont y a la Declaración de
Helsinki. Los tres son documentos eslabonados, con una misma inspiración,
con un mismo propósito y en los que el consentimiento informado se alza como el
más elemental y primordial de los principios.
CÓDIGO DE NÚREMBERG (1947)
Este código fue el
primer documento de carácter universal que buscó proteger a los sujetos de
investigación estableciendo las pautas para la experimentación en humanos. Fue
inevitable consecuencia de las atrocidades develadas en los juicios de
Núremberg. Su expedición, el 20 de agosto de 1947, fue la respuesta a unos
criminales que en su defensa adujeron la inexistencia de una norma
internacional que enmarcara la investigación científica en seres humanos,
pretexto apenas de un razonamiento perverso que ha debido intuirlo.
Antecedió al
Código de Núremberg el documento de los doctores Leo Alexander y Andrew Conway
Ivy, “Permissible Medical Experiment” (“Experimento médico permisible”),
decálogo que sentaba los principios éticos para la experimentación en humanos;
y la propuesta de seis puntos que Leo Alexander entregó al Consejo para
los Crímenes de Guerra, seis meses atrás. Estos principios serían convertidos
por los jueces de Núremberg en el famoso código, y llenarían el vacío de normas
invocado como atenuante de las graves violaciones juzgadas.
El Código de Núremberg:
1. Consagra el consentimiento voluntario fundado en el
conocimiento y comprensión de los diferentes aspectos relacionados con la
investigación.
2. Determina que todo experimento debe ser necesario y
benéfico para la sociedad.
3. Establece que la experimentación debe basarse en
resultados previos que la justifiquen.
4. Estipula que los ensayos deben evitar el sufrimiento
físico y mental innecesario.
5. Establece que no deben practicarse experimentos en los
que se presuma que puede sobrevenir la muerte o incapacidad del sujeto de
experimentación.
6. Prescribe que el riesgo no debe superar el beneficio
humanitario previsto.
7. Determina que deben tomarse todas las precauciones
posibles para proteger de daños a los sujetos de experimentación.
8. Estipula que el experimento debe ser conducido por
personas científicamente calificadas.
9. Dispone que el sujeto debe gozar de libertad para
abandonar la investigación en cualquiera de sus fases.
10. Y especifica que el investigador debe estar preparado para interrumpir
el experimento si encuentra razones para pensar que puede causar la
discapacidad o muerte del sujeto.
LA DECLARACIÓN DE HELSINKI (1964-2013)
La
Declaración de Helsinki, se define sí
misma como “una propuesta de principios éticos para investigación médica en
seres humanos”. Fue promulgada en 1964 por la XVIII
Asamblea Médica Mundial de la Asociación Médica Mundial, en la ciudad de la que
derivó su nombre.
Su
inspiración fue el Código de Núremberg, cuya influencia rebasó con creces, al
punto de haberse convertido en la guía más importante para la investigación
médica y el sustento más tomada en cuenta en la legislación mundial. Sus siete
revisiones la mantienen vigente. Actualizada en 1975 en Tokio, en1983 en
Venecia, en1989 en Hong Kong, en 1996 en Somerset West (Sudáfrica), en el 2000
en Escocia, en el 2008
en Seúl, tuvo su última modificación en octubre del 2013 en Fortaleza
(Brasil).
Quedando claro que “el progreso de la medicina se basa
en la investigación, que en último término debe incluir estudios en seres
humanos”, la Declaración de Helsinki se adentra a través de sus 37 artículos en
los aspectos esenciales de esta labor científica.
Establece, así, el propósito de la investigación
médica, el respeto y cuidado por las personas que participan en los estudios,
la supremacía de los estándares ético sobre cualquier norma nacional o
internacional que los disminuya, esclarece el perfil del investigador y del
sujeto, y estipula la garantía de compensación y tratamiento en caso de
daño.
Contempla en sus apartados los riesgos, costos y
beneficios de la investigación, estableciendo que aquellos deben ser siempre
menores y reducidos al mínimo; se ocupa de la investigación en grupos y
personas vulnerables, justificándola cuando son ellos la población objeto de
los beneficios del ensayo; determina los requisitos científicos en los que se
deben fundamentar los ensayos y la necesidad de un protocolo, cuyo contenido
determina.
Se ocupa, también, de los comités de ética de
investigación, como instancias que deben aprobar y vigilar el desarrollo de las
investigaciones y resolver los dilemas que se presenten en el curso del
estudio, y define sus características.
La Declaración de Helsinki consagra la privacidad y la
confidencialidad, y la obligación ineludible del consentimiento informado,
definiendo su contenido, sus requisitos y sus características. En sus apartados
finales se refiere al placebo y las condiciones para su empleo, y a las
obligaciones éticas relacionadas con el cuidado, disponibilidad, publicación y
divulgación de los resultados. Su artículo final delimita el uso de
investigaciones no probadas en la práctica clínica.
EL INFORME BELMONT (1979)
El documento ”Principios
éticos y pautas para la protección de los seres humanos en la investigación”,
más conocido como Informe Belmont, aparecido en abril de 1979, fue la
culminación del trabajo iniciado cinco años antes, tras las revelaciones del
caso Tuskegee, por la Comisión Nacional –de Estados Unidos- para la Protección
de los Sujetos Humanos ante la Investigación Biomédica y de Comportamiento, que
abordó los peligros en la investigación en seres humanos en busca de los
principios a tener en cuenta.
Sus páginas,
tras distinguir entre investigación y práctica, discurren por los principios
primordiales para la protección de los seres objeto de investigación, y
establece tres principios básicos bioéticos: autonomía, beneficencia y justicia.
Su aplicación propende porque
la participación de los sujetos obedezca a la libre decisión fundada en la
información veraz; porque las investigaciones busquen el máximo beneficio con
el mínimo riesgo; porque se recurra a procedimientos razonables, analizando
quien debe sufrir sus cargas y quien recibir los beneficios; porque las cargas
y beneficios sean justamente distribuidos; porque no se explote en los
experimentos a los sujetos vulnerables; y porque exista justicia e
imparcialidad en la selección de los pacientes y se proscriba toda
discriminación.
Aspecto fundamental del
Informe es la correcta ponderación del riesgo y el beneficio en la
justificación de la investigación; y el consentimiento informado, como
expresión del principio de autonomía, al cual fija sus características y
requisitos.
EPÍLOGO
El progreso científico tiene
un fundamento noble. En él centra esperanzado el hombre el alivio de sus
dolencias y su felicidad. Pero la consecución de ese justificable bienestar no
puede ser ensombrecida por la ilicitud moral de los métodos empleados. La
investigación científica debe ser humana en la buena acepción de la palabra (lo
humano también es lo imperfecto). El ideal de la ciencia es noble, los únicos
culpables de sus desvaríos son sus actores.
Volver los
ojos a una historia aciaga como la que estas líneas contiene no es un quehacer
superfluo. La historia tiende a repetirse. Conocer los hechos nos vacuna. Tanto
más se conoce, más puede prevenirse.
El análisis de los hechos de
este complejo mundo de la ciencia nos introduce en reflexiones cada vez más
exigentes y exigencias cada vez mayores en procura de que no exista en la
experimentación la más mínima mancha. Esa vista escrutadora sobre los aspectos
éticos, hace pensar que el exceso de celo y moralismo puede entorpecer el
progreso de la ciencia. Sin embargo la escrupulosidad de la experimentación
entraña la apertura a la mirada escudriñadora, que a la vez que crea obstáculos
redunda en garantías.
En aras del conocimiento un
ser humano no puede ser expuesto a riesgos sustanciales, no puede ser sometido
a tratos crueles, ni puede experimentarse sin su conocimiento; tampoco se puede
sacrificar a unos miembros de la especie en beneficio de ella. Son principios
inherentes a la experimentación humana. Su aplicación es mucho más
compleja.
¿Hasta qué punto –por ejemplo-
la voluntad del sujeto hace permisible un ensayo que lo somete a riesgos? ¿Cuál
es entonces el peligro tolerable? La experimentación indudablemente con las
normas se restringe. A la vez que gana en seguridad sus metas se limitan. ¿Qué
pasa si deslumbrado por el éxito de la experimentación sesga el investigador el
inventario de los riesgos y los beneficios? Ha de haber en estas circunstancias
un ente que asesore; ha de haber un árbitro que profiera un fallo salomónico.
Hoy esa misión a la bioética le ha sido encomendada.
La bioética, que ya no es
extraña a nuestro mundo, es la respuesta a los posibles desafueros de la
ciencia y de la tecnología. Ella encamina el poder y el saber del hombre en su
propio beneficio, alejándolo de su propia destrucción; y entraña la
interrelación armónica entre el progreso científico y los valores éticos.
Corresponde a los hombres de
bien, defensores de la bioética, investigadores o simples ciudadanos, velar
porque no se transgreda en la experimentación lo moralmente permitido. Los
seres vulnerables, aquellos que por sus condiciones de inferioridad no siempre
defienden sus derechos, deben ser particularmente protegidos. En la larga
historia de abusos en la investigación presos, niños, ancianos, enfermos
mentales y terminales, minorías raciales, población segregada, embriones, han
sido blanco primordial de transgresiones. Y aunque no haga parte de este
escrito, debo mencionar, para reprobarlos, los tratos crueles a los que el
mundo animal es sometido en aras de acrecentar el conocimiento humano.
El progreso no debe alcanzarse
sin el rigor de la ciencia y sin la humanidad de la ética. Ciencia y principios
deben ir de la mano, en trabajo mancomunado por el bien del individuo, por el
de la especie… por el bien de la vida.
LUIS MARÍA MURILLO SARMIENTO
MD
.
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