Gran contrariedad ha
debido sentir el presidente Santos al anunciar la suspensión del diálogo de La
Habana con los subversivos. Sabemos que no es ese su talante. Apenas 24 horas
atrás su intención era ampliar la lista de los delitos conexos con los
políticos para satisfacer a una guerrilla cínica, ávido de beneficios y sin
vocación de paz. El secuestro del general Rubén Darío Alzate por el frente 34
de las Farc torció sus planes, y su magnanimidad con los bandidos impuso un alto
indeseado, por ende transitorio. Si liberan al general y a sus dos acompañantes
se reanudarán los diálogos, ha hecho saber el presidente.
Suspender la
negociación con una organización criminal diezmada es una necesaria manifestación
de autoridad. Es demostrar que se tienen las riendas, que se tiene el poder y
que se ejerce, que la tolerancia tiene límite y que quien va en pos de
beneficios puede perderlos todos. Eso demanda una postura enhiesta,
determinación y temple. Mensaje contundente que pueda doblegar al adversario.
No es el del presidente Santos, que parece actuar sin convicción, solo por la
fuerza de las circunstancias.
Si obrara su
determinación, hace tiempos hubiera suspendido el diálogo. Nada justifica la
barbarie en medio de una negociación para alcanzar la paz. Lo hubiera
suspendido cuatro días atrás, cuando el 13 de noviembre secuestraron las Farc a
dos soldados en Arauca; o el 5 de
noviembre, cuando dos indígenas nasa fueron asesinados; el 26 de septiembre
cuando once vehículos, incluida una ambulancia fueron incinerados; mejor aún,
el 16 de septiembre cuando en una emboscada en Montelíbano fueron asesinados siete
uniformados. ¿Por qué no el 21 de agosto cuando las Farc mataron a tres
policías en la vía Panamericana? ¿O tras el ataque a civiles en Miranda, que
cobró la vida de una niña de dos años? Hubiera sido tras el asesinato, en julio,
de la hija de tres años de un patrullero en Arauca. Quizás, tras el
derrumbamiento de torres eléctricas y la voladura del oleoducto Bicentenario
que los antecedieron. Y solo he mencionado algunos hechos criminales de las
Farc en los últimos cuatro meses.
Forzoso hubiera sido
mucho antes, el 20 de julio del 2013, por ejemplo, cuando en plena fiesta
patria esa guerrilla dio muerte en Arauca a 15 militares, o el 24 de agosto de
ese año, cuando en el mismo departamento las Farc asesinaron a 14 soldados.
Si el diálogo solo se
rompe por el efecto del peso de soles y galones, qué poco vale para el
Presidente el sufrimiento de la tropa, qué poco la desolación de los civiles.
Hemos perdido el norte:
en aras de la paz ni se razona. Ante la mención de la paz la gente se doblega. Estamos
dispuestos a claudicar ante el agresor para agradarlo, para que tenga piedad y
no nos crucifique. Ni siquiera nos acordamos de que las Farc estaban perdiendo
la batalla. Ni digna, ni lógica, ni efectiva resulta esta conducta. Sin
descifrar y desarmar las intenciones oscuras del interlocutor, el país va
camino de su rendición y no del suceso victorioso que avizora.
Perdonar a quien se
arrepiente tiene sentido, moralmente es un deber. Sobre la base del
arrepentimiento sí se puede construir la paz. Es desmontar el conflicto por el
derecho, desarmándolo desde sus raíces. El arrepentimiento a pesar de llevar
consigo la comisión de una falta, tiene algo, acaso mucho, de filantropía. Si es auténtico, reconoce el daño causado y
lo deplora. Su autor se apena y se aflige. No pide, ofrece, quiere resarcir,
convence de su buena intención, da certeza de que no repetirá la falta. Termina
por ganarse el perdón. ¿Pero qué de todo esto hemos percibido tras dos años de
conversaciones en La Habana? Solo observo unos bandidos en pos de privilegios,
consentidos por el Gobierno, que siguen exigiendo y sembrando el terror; unos
cínicos sin asomo alguno de remordimiento. ¿A esos el país rebajará todas sus
faltas, premiará con curules y saciará la totalidad de sus demandas? ¡Qué
insensatez! ¡Qué riesgo! ¡Qué pérdida de tiempo! ¡Qué despilfarro de energía!
Seamos claros: las Farc
no representan a nadie, Colombia las detesta. ¿Qué sentido tiene entonces discutir
con ellas modelos sociales, paradigmas políticos, estructura del Estado? ¿Más
cuando se hace bajo la coacción del terrorismo y de las armas? Para debatir los
problemas del país los subversivos son insignificantes, no dejan de ser unos pocos
miles de facinerosos con tesis obsoletas, fracasadas, bajo las que subyacen sus
verdaderos intereses: negocios ilícitos como el del narcotráfico. Cuando los
colombianos queramos cambios los conseguiremos en las urnas.
Cuanto se les rebaje a
las Farc o con cuántos años de cárcel se las penalice resultaría secundario si hubiera
arrepentimiento sincero y fehaciente. No habría tampoco desconfianza en los
acuerdos que el Gobierno presenta como inofensivos. Todos hablaríamos de paz
con la misma certidumbre.
No hay enemigos de la
paz sino de la falacia. Colombianos no dispuestos a un perdón inaceptable. Los crímenes
han sido demasiado graves para que sin asomo de arrepentimiento se perdonen.
Salvo el perdón generoso -ingenuo pienso- de quienes realmente han sido
víctimas, la indulgencia proviene de quienes nada han padecido. ¡Qué fácil es
invitar a perdonar las faltas que contra otros con se cometen!
El mundo entero nos
conmina a apoyar los diálogos, cual si fuera por culpa de los colombianos
ofendidos y no de los tozudos guerrilleros, que siguen ofendiendo, que la paz
no se consigue. Rotundamente me niego a su pedido.
La negociación con un
rival sin vocación de paz no es digna de confianza. El arrepentimiento es la
condición primordial en que el perdón se funda, y el arrepentimiento se
demuestra con hechos de paz y no de guerra. No hay condiciones para la firma de
la paz. Si se hace es un engaño. Y tras del engaño los miembros de las Farc
seguirán delinquiendo bajo otra denominación, como ocurrió con los paramilitares.
Si los diálogos se
acaban no será realmente mucho lo perdido.
LUIS MARÍA MURILLO
SARMIENTO MD.
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