martes, 18 de noviembre de 2014

EL EMBELECO DE LA PAZ DE SANTOS

Gran contrariedad ha debido sentir el presidente Santos al anunciar la suspensión del diálogo de La Habana con los subversivos. Sabemos que no es ese su talante. Apenas 24 horas atrás su intención era ampliar la lista de los delitos conexos con los políticos para satisfacer a una guerrilla cínica, ávido de beneficios y sin vocación de paz. El secuestro del general Rubén Darío Alzate por el frente 34 de las Farc torció sus planes, y su magnanimidad con los bandidos impuso un alto indeseado, por ende transitorio. Si liberan al general y a sus dos acompañantes se reanudarán los diálogos, ha hecho saber el presidente.
Suspender la negociación con una organización criminal diezmada es una necesaria manifestación de autoridad. Es demostrar que se tienen las riendas, que se tiene el poder y que se ejerce, que la tolerancia tiene límite y que quien va en pos de beneficios puede perderlos todos. Eso demanda una postura enhiesta, determinación y temple. Mensaje contundente que pueda doblegar al adversario. No es el del presidente Santos, que parece actuar sin convicción, solo por la fuerza de las circunstancias.
Si obrara su determinación, hace tiempos hubiera suspendido el diálogo. Nada justifica la barbarie en medio de una negociación para alcanzar la paz. Lo hubiera suspendido cuatro días atrás, cuando el 13 de noviembre secuestraron las Farc a dos soldados en Arauca; o el  5 de noviembre, cuando dos indígenas nasa fueron asesinados; el 26 de septiembre cuando once vehículos, incluida una ambulancia fueron incinerados; mejor aún, el 16 de septiembre cuando en una emboscada en Montelíbano fueron asesinados siete uniformados. ¿Por qué no el 21 de agosto cuando las Farc mataron a tres policías en la vía Panamericana? ¿O tras el ataque a civiles en Miranda, que cobró la vida de una niña de dos años? Hubiera sido tras el asesinato, en julio, de la hija de tres años de un patrullero en Arauca. Quizás, tras el derrumbamiento de torres eléctricas y la voladura del oleoducto Bicentenario que los antecedieron. Y solo he mencionado algunos hechos criminales de las Farc en los últimos cuatro meses.
Forzoso hubiera sido mucho antes, el 20 de julio del 2013, por ejemplo, cuando en plena fiesta patria esa guerrilla dio muerte en Arauca a 15 militares, o el 24 de agosto de ese año, cuando en el mismo departamento las Farc asesinaron a 14 soldados.
Si el diálogo solo se rompe por el efecto del peso de soles y galones, qué poco vale para el Presidente el sufrimiento de la tropa, qué poco la desolación de los civiles. 
Hemos perdido el norte: en aras de la paz ni se razona. Ante la mención de  la paz la gente se doblega. Estamos dispuestos a claudicar ante el agresor para agradarlo, para que tenga piedad y no nos crucifique. Ni siquiera nos acordamos de que las Farc estaban perdiendo la batalla. Ni digna, ni lógica, ni efectiva resulta esta conducta. Sin descifrar y desarmar las intenciones oscuras del interlocutor, el país va camino de su rendición y no del suceso victorioso que avizora.
Perdonar a quien se arrepiente tiene sentido, moralmente es un deber. Sobre la base del arrepentimiento sí se puede construir la paz. Es desmontar el conflicto por el derecho, desarmándolo desde sus raíces. El arrepentimiento a pesar de llevar consigo la comisión de una falta, tiene algo, acaso mucho, de filantropía.  Si es auténtico, reconoce el daño causado y lo deplora. Su autor se apena y se aflige. No pide, ofrece, quiere resarcir, convence de su buena intención, da certeza de que no repetirá la falta. Termina por ganarse el perdón. ¿Pero qué de todo esto hemos percibido tras dos años de conversaciones en La Habana? Solo observo unos bandidos en pos de privilegios, consentidos por el Gobierno, que siguen exigiendo y sembrando el terror; unos cínicos sin asomo alguno de remordimiento. ¿A esos el país rebajará todas sus faltas, premiará con curules y saciará la totalidad de sus demandas? ¡Qué insensatez! ¡Qué riesgo! ¡Qué pérdida de tiempo! ¡Qué despilfarro de energía!
Seamos claros: las Farc no representan a nadie, Colombia las detesta. ¿Qué sentido tiene entonces discutir con ellas modelos sociales, paradigmas políticos, estructura del Estado? ¿Más cuando se hace bajo la coacción del terrorismo y de las armas? Para debatir los problemas del país los subversivos son insignificantes, no dejan de ser unos pocos miles de facinerosos con tesis obsoletas, fracasadas, bajo las que subyacen sus verdaderos intereses: negocios ilícitos como el del narcotráfico. Cuando los colombianos queramos cambios los conseguiremos en las urnas.  
Cuanto se les rebaje a las Farc o con cuántos años de cárcel se las penalice resultaría secundario si hubiera arrepentimiento sincero y fehaciente. No habría tampoco desconfianza en los acuerdos que el Gobierno presenta como inofensivos. Todos hablaríamos de paz con la misma certidumbre.
No hay enemigos de la paz sino de la falacia. Colombianos no dispuestos a un perdón inaceptable. Los crímenes han sido demasiado graves para que sin asomo de arrepentimiento se perdonen. Salvo el perdón generoso -ingenuo pienso- de quienes realmente han sido víctimas, la indulgencia proviene de quienes nada han padecido. ¡Qué fácil es invitar a perdonar las faltas que contra otros con se cometen!
El mundo entero nos conmina a apoyar los diálogos, cual si fuera por culpa de los colombianos ofendidos y no de los tozudos guerrilleros, que siguen ofendiendo, que la paz no se consigue. Rotundamente me niego a su pedido.
La negociación con un rival sin vocación de paz no es digna de confianza. El arrepentimiento es la condición primordial en que el perdón se funda, y el arrepentimiento se demuestra con hechos de paz y no de guerra. No hay condiciones para la firma de la paz. Si se hace es un engaño. Y tras del engaño los miembros de las Farc seguirán delinquiendo bajo otra denominación, como ocurrió con los paramilitares.
Si los diálogos se acaban no será realmente mucho lo perdido.

LUIS MARÍA MURILLO SARMIENTO MD.

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