Haber asistido por casi siete lustros al milagro de la gestación y el nacimiento consolidó mi fe. El prodigio de la vida demanda la intervención divina. El azar no explica el mundo que yace bajo el microscopio, el que a simple vista perciben los sentidos, ni el descomunal que delata el telescopio.
La vida se da sin mayor intervención del hombre. Sabemos los
obstetras que la vida comienza en un descuido, que son más los esfuerzos de la
humanidad por impedir la gestación que por consentir el natural florecimiento
de la vida. La creación está llamada a perpetuarse a pesar de la intención
humana.
Como científico con alma de poeta y como poeta en la
ciencia sumergido encuentro una contradicción interior, que es tanto como la
oposición entre el corazón y el raciocinio. La ciencia es objetiva y estricta,
la poesía subjetiva y lisonjera. Como poeta ensalzaría a todas las madres y a
todos los padres de la tierra, pero la razón me dice que es una ligereza. Por
la vida alabo a Dios. ¡Es su proeza! Al humano escasamente le aplaudo que no
siegue la vida: en una sociedad que desprecia los embriones y los fetos tenemos
que aplaudirlo.
Sin criatura la maternidad no existe. Sin el hermoso y
tierno don del crío carece el humano del aliento que impulse su aventura
paternal. Cada alabanza a los progenitores debe ser un reconocimiento al fruto
que los hizo padres. Y todo buen padre sabe que la misión comienza pero no
termina; que carece de límites porque el bienestar del hijo demanda un mundo
sin fronteras; un universo de amor y sacrificios; de angustias sin ambición de
recompensa.
Celebremos, desde luego, la maternidad; pero no aquella que
se acredita con un dolor de parto, sino la que el afecto, los desvelos, el
ejemplo y la crianza certifica. Que se avergüencen quienes se graduaron en el
alumbramiento, que se envanezcan quienes con las sienes plateadas siguen
cumpliendo la tarea.
LUIS MARÍA MURILLO
SARMIENTO MD.
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