Ya
vive el país las dichas de la paz: el paro armado del ELN con sus ataques a la
Fuerza Pública y la incineración de automotores, que anuncia la nueva Colombia con
“paz estable y duradera” que ofrece el presidente Santos.
Ese es
el país que nos espera, el mismo, aunque las Farc no existan. Porque la paz es
más que un acuerdo con esos subversivos. La paz es el fin de toda la violencia,
el control de todos los salvajes, el imperio de la autoridad y la justicia que
asegure que no habrá más criminalidad, al menos colectiva, en esta tierra.
Plebiscito
y acuerdo, cobijados premeditadamente con la bandera blanca de la paz, han
desdeñado la blanca de la rectitud en razón de sus esguinces, que desafían
principios del derecho y de la ética.
El
plebiscito no es por la paz -primera tergiversación deliberada-, es por la
ratificación de un acuerdo por el que las Farc desaparecen como grupo armado
sin exponerse a las sanciones que merecen. Pero ni la connotación de su
desmovilización puede llenarnos de optimismo. No existe la garantía de que sus
miembros por cuenta propia no vuelvan al delito; no existe la garantía de que
dejen definitivamente el narcotráfico.
El
cuarto punto del acuerdo sobre “solución al problema de las drogas”, tan
extenso y detallado sobre la sustitución de cultivos -que lo convierte en toda
una reforma agraria manilarga-, y sobre prevención del consumo y “enfoque de
salud pública” de los adictos, elude los aspectos penales de la participación
de las Farc en el tráfico de estupefacientes. De sus 24 páginas, solamente tres
y media se refieren a la “solución del fenómeno de producción y
comercialización de los narcóticos”, sin hacer nunca mención a la
responsabilidad penal ni moral del grupo subversivo. Peor aún, sin la garantía
de no reincidir en el delito. Jamás se alude a las Farc como grupo traficante, pero
sí a la “relación entre paramilitarismo y narcotráfico”, cual si fuera con los
paramilitares el acuerdo. Y toda acción del Estado en la materia se advierte
contra el crimen organizado, no contra los grupos subversivos. Solo cuando propone
el documento “abordar el tema del esclarecimiento de la relación entre
producción y comercialización de drogas y conflicto”, piensa uno que apunta al
grupo guerrillero, y con la sospecha, por desgracia, de que servirá para sustentar
el narcotráfico como delito conexo del político. Los cultivos seguramente
seguirán creciendo, porque no se contempla otra arma que la erradicación manual
que ya probó su ineficacia con la duplicación en solo un año de las hectáreas
de coca cultivadas
Tampoco
respeta el acuerdo el ordenamiento jurídico, porque para satisfacer a los
bandidos hace trizas la normatividad, desapareciendo con una sanción
transicional toda la equidad de la justicia. La paz estable y duradera no la
proporciona un acuerdo negociado con criminales que imponen sus condiciones
para que la sociedad se libre de ellos. La proveen la autoridad y la justicia,
soberanas e inflexibles. La debilidad en la autoridad y la impunidad en la
justicia, animan al delincuente a ser cada vez más temerario. Por ausencia de
esos dos principios cada vez vemos más vándalos, más atracadores, más
homicidas, más corruptos.
El
recuerdo de una negociación generosa con quien debía rendirse es una mala señal
para los delincuentes que faltan por vencer. Es empoderarlos para que a tal
punto llegue su osadía que el Estado no vea otro camino que negociar con ellos.
Aún falta que el Gobierno negocie con el ELN, con los Úsuga, con los Puntilleros,
con los Pelusos, y con cuantas bandas más surjan observando tan estimulante
ejemplo. Y mientras tanto, la sociedad asombrándose de que no vaya a la cárcel
un conductor que causa una muerte en medio de su borrachera. ¿Con qué argumento
lo privamos de la libertad, si los crímenes más horrendos cometidos con toda la
intención se dejan sin castigo? Y nos quejamos porque los paramilitares, igual
de sanguinarios, solo pagaron 8 años tras de rejas. Es la inequidad de la
justicia: si los crímenes de las Farc son excarcelables, todos, sin importar su
autor, merecen amnistía. Al menos los subversivos mostraran arrepentimiento,
pero qué duros, qué parcos han sido en demostrarlo.
Más
que de paz tenemos que hablar de autoridad, porque cuando se negocia la
autoridad, la autoridad se pierde. Y sin autoridad no hay paz. Este conflicto
es fruto de su ausencia. Si el acuerdo es el modelo a seguir con todo
delincuente, que se acostumbre la sociedad a ser subyugada por los malhechores.
El
tema agrario, primer punto del acuerdo, realiza la reforma que las Farc no
pudieron imponernos por la fuerza de sus armas. La Reforma Rural Integral, como
se la denomina, es un plan iterativo en reparticiones gratuitas de tierra y en
subsidios, que sin mayor examen se oye bien, pero que en profundidad es
riguroso socialismo, que de seguro no aceptarían todos los colombianos que
cabalgan por el “sí”, si hubieran leído el contenido del acuerdo. Son
obligaciones del Estado, dirán con despreocupación quienes ignoran que el
Estado es apenas un concepto y que sus recursos provienen de los
contribuyentes. Pero es que nada hay más candoroso que un colombiano
alegrándose por las condenas millonarias al Estado mientras es él quien las paga
sin saberlo.
El
tema de las víctimas, quinto punto, tampoco es para tragar entero. ¿Puedo
perdonar yo lo que a otros les hicieron? ¿Qué fundamento filosófico tiene ese
razonamiento? Que perdone el ofendido, no una mayoría de votantes que no sintió
el martirio en carne propia. Que perdonen, si es que puede exigirse que lo
hagan, quienes sufren la angustia de un familiar que raptado por las Farc aún no
aparece. ¡Ah, si algo fuera del presidente Santos o los negociadores!
Los
crímenes son estremecedores, no son una fría cifra de muertos. Vistos
individualmente, cada uno es una crónica que desgarra el alma, pero son una
mera estadística para quienes sin haberlos sentido tan alegremente los
perdonan. ¿Hubieran aceptado Natalia Ponce y la familia del grafitero Diego
Felipe Becerra la casa por cárcel para sus victimarios? ¿Merecen las víctimas
de las Farc menos que ellos? Si alguna vergüenza y algún arrepentimiento
tuvieran los guerrilleros de las Farc serían ellos mismos los que alguna forma
de expiación pidieran. Luego no están a la altura de la generosidad de los
acuerdos.
¿Y
cómo van a reparar a sus víctimas las Farc? ¿Barriéndoles el andén? ¿Cuidando
sus jardines? ¿Quién pagará las indemnizaciones?, si dicen las Farc que dizque
están quebradas. Las pagará el Estado, es decir, los colombianos que no
atentamos contra nadie. Urge por ello una reforma tributaria que solvente los
billonarios costos. Por eso va primero, por conveniencia, el plebiscito. Luego la
luna de miel con Santos terminará: cuando el primer mandatario presente al
Congreso su reforma.
Modificar
la Constitución y hacerle apéndices no es de regímenes maduros. Incorporar el
acuerdo al bloque de constitucionalidad es menospreciar la Carta Magna,
alterándola como quien hace un traje que agrade al delincuente. Definitivamente
no se tiene noción de lo que una Constitución entraña.
La
participación en política, segundo punto, parece una buena alternativa al uso
de las armas. Es saludable que organizaciones políticas armadas -si bien las
Farc han sido más un cartel del narcotráfico- hagan el tránsito a agrupación
política, pero no, de nuevo, a espaldas de la Carta. Establece esta en su
artículo 122 como inhabilidad para ejercer los cargos públicos las condenas por
pertenecer a grupos armados ilegales, y la comisión de delitos de lesa
humanidad o narcotráfico. Gracias a los arreglos de la justicia transicional de
nuevo se burlará la Ley de Leyes. Que se funde el partido de las Fuerzas
Armadas Revolucionar de Colombia, estoy de acuerdo, pero con gente limpia, o con
la que ya no deba castigo por sus crímenes.
Vistas
mis objeciones al acuerdo, documento en redacción penoso, profuso en la disonante
jerga de género y paupérrimo en lo técnico y en lo gramatical, hago manifiestas
mis réplicas al plebiscito.
Comienzo
por decir que no es honrado. Porque no es honrado manipular los requisitos para
asegurar un resultado. La ley 134 de 1994 determinó para la aprobación de un
plebiscito la mayoría del censo electoral (hoy 17449973 sufragios), pero hace un
año, pensando ya en la refrendación popular de lo acordado, se reformó la norma
mediante la Ley Estatutaria 1757 del 6 de julio del 2015, en la que solo se
exigió la participación de más de la mitad del censo
electoral vigente (8724987 votos para su aprobación). Temeroso el Gobierno de no contar con los
sufragios necesarios hizo aprobar a las volandas la Ley Estatutaria 1806 del 24
de agosto del 2016, que redujo el umbral aprobatorio al 13% hoy conocido
(4536993 sufragios). Si no es fraudulenta la rebaja, ¿con qué adjetivo he de
tildar una reducción de 13 millones de votantes? Y el esguince ya se tenía
planeado, pues otra ley tramposa, la 1745 del 26 de diciembre del 2015, reformó
la Constitución para que contrario a lo ordenado pudiera coincidir con actos
electorales el referendo que entonces se pensaba que iba a ser el medio por el
que se aprobara lo acordado. Como el pueblo poca cuenta se da de estos
tejemanejes, que el juego sea sucio o limpio no ha importado.
De
otra parte, mal puede ofrecer el plebiscito una paz estable y duradera, porque
aun sin la presencia de las Farc, son muchos los escenarios de violencia. El
uso de la paz en la pregunta es indebido, solo es un anzuelo para asegurar el
voto. No es creíble prometer la paz a un país curtido por la guerra, que de
conflicto en conflicto ha vivido desde su surgimiento. Por mera estadística es
esa la tendencia. Sin haberse completamente emancipado ya peleaban centralistas
y federalistas, en la Patria Boba. Ocho guerras más hubo en el siglo XIX, en
cuyo ocaso la de los Mil Días fue el saludo a una nueva centuria cargada de
conflictos. Contienda hubo durante todo el siglo XX: la liberal-conservadora y
la que heredó el tercer milenio por obra de postulados maoístas y
marxistas-leninistas. A la que se sumó la de la delincuencia organizada, con
verdaderos ejércitos que imponen su ley en pueblos y ciudades, extorsionan,
asesinan, fuerzan paros armados y se burlan del Estado. A los ya conocidas se sumarán
los disidentes de las Farc y buena parte de los desmovilizados.
Que
gane o pierda el plebiscito parece secundario porque en este país en general no
cambia nada. Cambian los protagonistas, pero siguen indemnes los problemas. Se
depuró el Congreso con la Constituyente, pero el Proceso 8000 demostró que el
nuevo parlamento era igual o más corrupto; se acabó con el cartel de Medellín,
pero aparecieron los Úsuga y los Rastrojos, por solo mencionar unos
ejemplos. Sin embargo, por la seriedad
de lo tratado, es deber de todo ciudadano ahondar en el objeto de sus
decisiones. El colombiano, empero, es poco reflexivo. Intuyo la ligereza con
que decidirá su voto. Por vocación es facilista y no va a leerse lo acordado.
Humildemente agacha la cabeza, es resignado, de pronto le faltó más herencia
indígena altiva y obstinada. Se prevé que gane el “sí”… indefectiblemente.
No sé
si votar con el corazón sea decir “sí” al plebiscito, por aquello del perdón, o
decir “no”, por un dolor solidario con las víctimas que no debe pasar
inadvertido. Pero votar con la razón es sopesar los puntos del acuerdo,
valorando si realmente sienta los pilares de una paz estable y duradera. Mi
análisis me obliga a mantenerme en inflexible negativa, con tal convencimiento,
que sería mío el único voto si solo un sufragio por el “no” tuviera el
plebiscito.
Si
gana el “no”, y de verdad la paz nos interesa, nada impide, aunque el Gobierno mentirosamente
afirme lo contrario, que volvamos a negociar lo rechazado. Amenazar con la
guerra si no se vota “sí”, si no es coacción es un dislate. Igual los
pusilánimes dijeron para que Uribe no fuera presidente. La historia demostró que
no era cierto.
Si
gana el “sí”, celebremos todos que una guerrilla tan letal se encuentre
desarmada, aunque se hubiera podido pactar su desmovilización cediendo menos. El
falso maquillaje de la paz mejorará la inversión en nuestra patria, y de pronto
podamos ufanarnos de tener un nuevo Nobel. Esperemos que el tiempo diga cuán infundados
son los riesgos que animan mis temores. Ojalá nunca vivamos el esplendor del
socialismo que reina en Venezuela.
Luis María
Murillo Sarmiento MD.
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