Aunque tiende el mundo a descarrilarse por el peso de la
masa que marcha por inercia o en contravía de lo edificante y lo exquisito, existen
siempre soñadores que se imponen la responsabilidad de hacer de la humana una
especie preeminente. Soñadores que encumbran lo bello, románticos que exaltan el
amor, filántropos que enaltecen la bondad, creadores que elevan la ciencia,
quijotes de lanza en ristre y armadura espiritual dispuestos a las causas
nobles. Luchadores a los que la adversidad, aunque triunfe, nunca los
derrota.
Siempre habrá hombres que sueñen por los conformes con
su realidad precaria y por los resignados a su módica verdad; siempre habrá
hombres que conciban mundos ideales pensando en los demás. Seres para los que
el propio interés es secundario y su ambición, entrega generosa; representantes
del idealismo auténtico, aquel que no forja universos personales sino mundos en
los que toda la humanidad tiene cabida. Idealista no es quien simplemente sueña,
sino quien involucra a la naturaleza y a sus semejantes en sus sueños.
Sueña el loco, con la razón perdida; sueña el ingenuo,
con su alma limpia y engañada; sueña el hombre lúcido y virtuoso con la fuerza
de su argumentación inquebrantable. Todos la realidad transmutan, pero serán
idealistas solo en la medida en que conciban una realidad magnificente.
Cuanto más material el mundo, más necesita de
idealistas. No para arrasar lo material: para perfeccionarlo. Porque lo
material no necesariamente se opone a lo sublime. No es materialista el
científico que explora el universo para enriquecer el conocimiento de los
hombres, ni el investigador que lucha contra las enfermedades para erradicar el
sufrimiento, ni el justo que aspira a que lo material alcance para todos y no
existan más pobres en la Tierra. El sueño, el medio y el fin enaltecen o
rebajan las aspiraciones materiales. Serán, a diferencia de aquellos,
materialistas sin grandeza, incluso miserables, los que buscan el conocimiento
con ánimo usurero y los que hablan de justicia social sembrando encono y
guerra. Se es idealista en la medida en que se sueña en lo material con fines
nobles.
De los protagonistas inmortales de Cervantes, Quijote
y Sancho no encarnan personajes antagónicos; no es el linaje, sino el ánimo, la
bondad de espíritu la que da sustento a su hidalguía. Ambos, entonces, son
hidalgos, cuyas diferencias se complementan y se integran. Igual, la humanidad
no debe verse dividida entre sanchos y quijotes, sino perfeccionada por
idealistas y materialistas que practiquen la bondad. Solo el bien y el mal son
una división inconciliable.
Ver feliz al mundo es el ideal sublime, y la felicidad
trasciende lo tangible. El Homo sapiens,
sin embargo, acaso por falta de modelos -es un imitador impenitente-, ha ido
anclando la fuente de su felicidad a lo corpóreo, olvidando su condición
superior que le abre las puertas a las dichas trascendentes del espíritu, que
residen en lo mental, en lo moral, en lo cultural, en lo afectivo y en lo
religioso, desde luego. Acciones, principios, valores que engrandecen al ser
humano y lo trascienden tras su muerte. ¿Podría ser, acaso, otro su legado?
El mundo en su decadencia está necesitando idealistas
que lo encumbren, seres que con sus sueños perfeccionistas lo lideren. Ya no románticos
de buenos sentimientos a los que todo se le va en deseos, sino adalides capaces
de convertir en existencia real las utopías. Soñadores cuerdos, humanistas
dotados de razón iluminada, de discernimiento claro, de sabiduría y de buen
juicio moral en busca del bien universal. Ansiosos de contagiar su aliento a la
multitud reacia que en su inercia se resiste a lo sublima, porque convertir un
ideal en realidad demanda esfuerzo. La masa para lo intelectual es perezosa.
Se necesitan quijotes, en la más alta acepción de la
palabra, que conduzcan a sus sanchos, y que encaminen a los descarriados por la
noble senda del fiel escudero.
LUIS MARÍA MURILLO SARMIENTO MD.
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