sábado, 3 de diciembre de 2016

CAVILACIONES SOBRE LA COMPRENSIÓN

Intuimos la comprensión como una función eminentemente mental relacionada con el entendimiento, como tal, objetiva pero fría. Un juicio de la razón parece inconmovible porque está obligado a mantener la verticalidad de sus dictados que deben ser ajenos a los vaivenes del ánimo y del sentimiento. La comprensión como elemento del científico tiene que ser imperturbable. Pero en el campo de las relaciones humanas la comprensión sin perder objetividad tiene que adentrase en la subjetividad de las conductas. Ser objetivo, vaya paradoja, es penetrar en el mundo de la subjetividad para entenderla.
La voluntad confiere al hombre libertad para actuar de forma tal que a diferencia de las leyes naturales su pensamiento obedece a una lógica personal y no a una regla universal. En consecuencia, los cursos de su acción son “infinitos”. Pueden ser sensatos o imprudentes, buenos o malos, sesgados por el interés, cohibidos o animados por la creencia. Y aunque  a la luz de la moral sean reprochables –lo intachable no genera controversia- , sus motivos deben entenderse para que sea integral la valoración de la conducta.
El porqué de un comportamiento aporta enseñanzas al conocimiento de la mente humana con fines científicos o  con propósitos terapéuticos individuales de índole psiquiátrico o psicológico. Pero también, de manera menos profunda y sistemática, influye en la respuesta de los individuos a la acción de sus semejantes, como pilar de la convivencia en armonía. Entonces, la comprensión pasa de una condición rigurosa a una disposición afable, emparentada con el afecto y la empatía, que llega a enaltecer a quien hace ese ejercicio.
Conocer las motivaciones de un proceder puede ser sanador al conducir al perdón, más, cuando la contraparte aporta el arrepentimiento. Pero en sus extremos la comprensión puede inducir una peligrosa magnanimidad, en la que todo resulta disculpable; y en la que en franca distorsión aparecen condiciones tan extremas como el síndrome de Estocolmo, en el que la comprensión se convierte en unión afectiva con el victimario. En tales casos se precisa más razón y menos sentimiento. Realmente el ejercicio ponderado de la comprensión demanda un equilibrio entre lo racional y lo afectivo.
Pero dejando de lado las perversiones de este atributo, como la indulgencia irrazonable y desmedida, consideremos la comprensión que brota de la disposición afectiva -distinta a aquella que es competencia de la ciencia- como una auténtica virtud, porque traduce la bondad de quien quiere ser solidario ante el sufrimiento, de quien quiere compadecer en la desgracia, de quien anhela entender para disculpar, de quien reconoce la necesidad y espera servir, de quien quiere transigir en la diferencia y regocijarse con la satisfacción ajena.
Frente a las fricciones la comprensión ha de jugar un papel afortunado cuando las partes interpretan que se trata de una acción recíproca, de vasos comunicantes y no de embudo, con ánimo desprendido y generoso, en que no se pretende dominar ni someterse.   
La comprensión, en fin, aunque es una disposición natural, como instrumento de confraternidad y motor de las buenas relaciones humanas es imprescindible para la convivencia, y debe ser inculcada, fomentada y exaltada por quienes soñamos con un universo en armonía.

Luis María Murillo Sarmiento MD.

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